Que los políticos separatistas no quieran darle la mano al Rey es algo que entra dentro de lo normal. "Los catalanes no tenemos rey", pone en uno de sus pasquines. También resulta normal que Puigdemont, desde Bruselas, diga que Felipe VI debería disculparse con los catalanes por la mano de hostias que se les escapó a la Policía Nacional y la Guardia Civil durante la gloriosa jornada electoral del primero de octubre. O que Agustí Alcoberro afirme, sin cerciorarse antes de que sea cierto, que Felipe VI es persona non grata en Cataluña. Lo que ya no me parece tan normal es que la alcaldesa de Barcelona, Ada Colau, se sume a la pandilla de indepes maleducados y dé plantón al rey en la inauguración del Mobile World Congress (aunque sí acuda a la cena en el Palau de la Música, pues los miles de muertos y heridos del 1 de octubre no le han hecho perder el apetito).
No sé qué pensará al respecto el jefazo de todo este tinglado de la telefonía móvil, John Hoffman, ese señor robusto con bigote, calva reluciente y aspecto de militar retirado que lleva años presidiendo esa versión high tech de Bienvenido, mister Marshall que es el congreso de marras. Como cada año le liamos alguna --cuando no se ponen en huelga los taxistas, hacen lo propio los empleados del transporte público--, el señor Hoffman se ha acostumbrado a soltar veladas amenazas de llevarse el congreso a donde le salga del níspero si no nos portamos bien. Lo dice de buen rollo, pero gracias a ese físico que tan bien le quedaría al presidente de la Asociación Nacional del Rifle, parece que nos esté agarrando por los huevos mientras dice: "Vamos a llevarnos bien, ¿verdad?".
Ada Colau tenía la oportunidad, una vez más, de marcar la diferencia con los separatistas, pero, como de costumbre, ha optado por el seguidismo y por ejercer de monaguillo
Si llega a entender lo que ocurre, dudo que al solemne señor Hoffman le parezca normal que se presente el rey de España y le den plantón la alcaldesa de Barcelona, el presidente del Parlamento autónomo y varios políticos locales más. Tampoco sé si le hará gracia cenar en el Palau escuchando el bochinche que han montado en el exterior los emprendedores muchachos de Òmnium y la ANC, fielmente secundados desde los balcones más cercanos por ciudadanos de a pie dedicados con saña al cacerolazo. Para mí, que, si seguimos así, en cuanto encuentre un sitio menos problemático, se va a llevar el congreso de marras y los beneficios que aporta a nuestra ciudad: entre comida, bebida, transporte, alojamiento y putas, los congresistas se dejan una pasta gansa que sería muy bienvenida en otros lugares.
Ada Colau tenía la oportunidad, una vez más, de marcar la diferencia con los separatistas, pero, como de costumbre, ha optado por el seguidismo y por ejercer de monaguillo. ¿Motivos? Básicamente, los porrazos del día del referéndum y la nula solidaridad del monarca con los miles de heridos. Que a un rey no le parezca bien que se le amotinen los principales representantes del Estado en Cataluña se le antoja una excentricidad malsana: probablemente, también piensa que el Papa es demasiado católico. Para quedar bien con los separatistas, se pasa por el arco de triunfo sus obligaciones como alcaldesa, que incluyen la cortesía --o el paripé, como prefieran-- hacia la máxima autoridad de la nación. Su visión de la ciudad ya ayudó a los nacionalistas a que nos quedáramos sin la Agencia Europea del Medicamento --ella es más de correfocs y de cultura popular, aunque su política cultural sea inexistente--, y ahora, con un poco de suerte, contribuirá a que nos soplen el Mobile. Echo de menos los tiempos en los que los sociatas del ayuntamiento ejercían, más o menos, de contrapeso de los convergentes del edificio de enfrente. Con Ada Colau, Barcelona es cada día más sumisa al nacionalismo, más pequeña y más irrelevante. Ella sabrá por qué actúa así, porque lo que es yo, francamente, no lo acabo de entender.