Thomas de Quincey publicó en 1821 sus Confesiones de un inglés comedor de opio, obra en la que relata su adicción a esta sustancia, iniciada en 1804 a fin de aliviar unos fuertes dolores y que le llevaría a un consumo desmesurado. Relata su lucha para eliminar el hábito, algo que según algunos, nunca conseguiría del todo. El opio tiene una virtud, escribe el autor, hermana a ricos y a pobres: "Ahora comen quienes nunca comieron y quienes comieron siempre, ahora comen más".
La adormidera, planta de la que se extrae el opio, era bien conocida en la antigüedad por sus propiedades analgésicas y fue su comercio el que dio lugar a las llamadas “guerras del opio” entre Reino Unido y China (la primera, entre 1839 y 1942, y la segunda de 1856 a 1860). Cultivado en India, era vendido por los británicos a través de la compañía de las Indias Orientales y con los beneficios se compensaban las grandes cantidades de plata que el Reino Unido debía pagar por el té, la seda y la porcelana que compraba a China. A causa del gran número de adictos que generó, el emperador prohibió su venta y consumo lo que desencadenó el conflicto que terminó con la derrota del país oriental, obligado entonces a asumir el libre comercio con los británicos y la cesión de la isla de Hong Kong durante ciento cincuenta años.
Deberíamos preguntarnos si esta nueva guerra del opio no es la prueba de nuestra propia incapacidad para encontrar alternativas a la cura de nuestros males, físicos y emocionales
En Estados Unidos, en pleno siglo XXI, el opio está matando a miles de personas. Se recetan masivamente opiáceos en todas sus variantes para paliar todo tipo de dolores físicos y emocionales (el país ocupa el primer puesto en el ranking de consumidores) y ello está causando un auténtico problema de salud pública. Cuando las recetas se acaban, la adicción es tan fuerte que el paciente no puede soportarlo y termina buscando heroína en la calle. Uno de los opiáceos más letales, el fentanil, un narcótico sintético, tiene una potencia superior en un 77% a la morfina y además se usa para cortar la heroína. Sus efectos son devastadores porque el usuario no tiene control sobre las dosis. Las estadísticas son frías, pero claras: en el año 2016 las muertes relacionadas con opiáceos se incrementaron un 28% lo que supera las muertes por enfermedades cardíacas y afecta particularmente a una franja de edad comprendida entre los 55 y los 64 años, tanto a blancos en zonas rurales como a la comunidad negra en zonas urbanas. Todavía no se conocen las cifras de 2017 pero los expertos hablan ya de un tercer retroceso en la esperanza de vida que empezó en 2015 y parece no tener fin, una pandemia equiparable, advierten, a la de la gripe española en los años 1916 al 1918.
Donald Trump, ese presidente que daría risa si no fuese por las barbaridades que salen de su boca y de su Twitter, ya declaró en octubre del pasado año que el país estaba ante una emergencia de salud pública “preocupante”. Su respuesta al problema ha sido destinar a los programas de lucha contra estas adicciones una serie de partidas presupuestarias previstas para otras enfermedades, que quedan por tanto desprotegidas. Vamos, lo que se conoce vulgarmente como desvestir a un santo para vestir a otro.
Tal vez deberíamos preguntarnos si esta nueva guerra del opio no es la prueba de nuestra propia incapacidad para encontrar alternativas a la cura de nuestros males, físicos y emocionales. Y si no ha llegado el momento de empezar de una vez por todas a dejar de ser dependientes y de buscar soluciones en nosotros mismos. Nos va la vida en ello.