Transcurridas varias semanas desde las elecciones autonómicas convocadas por Mariano Rajoy, amparándose en la potestad del artículo 155 de la Constitución, el escenario político catalán comienza a perfilarse de forma nítida. Y el panorama que se despliega a la vista no es en absoluto tranquilizador, porque vamos a peor. O a más de lo mismo. Las inevitables lecturas sesgadas, propias de noches electorales, ya quedan atrás. Ahora se impone una visión desapasionada y real de la circunstancia que nos va a tocar vivir durante los próximos meses.
De aquella noche, eso sí, nos podemos quedar con varios hechos empíricos, irrefutables. El primero es que Ciudadanos, con Inés Arrimadas al frente, ha pasado a ser la primera fuerza política en Cataluña, creciendo de modo espectacular, desde los 25 hasta los 36 escaños, y venciendo con holgura a los partidos independentistas. Por si eso no fuera poco, la formación naranja ganó de calle en todas las grandes ciudades del país. La segunda verdad incontestable es que esa victoria no deja de ser pírrica, ya que la suma de los votos de JxCat y ERC --a los que añadiremos las cuatro actas obtenidas por la CUP-- permitirán al nacionalismo seguir manteniendo el poder, pese a su vergonzosa derrota desde ese punto de vista plebiscitario que tanto persiguen y jamás consiguen. El independentismo es el 37% del censo electoral. Punto. Los mismos abducidos de siempre, desde el 9N, el 27S y el 1-O.
Cabe preguntarse, de todos modos, cómo lograrán "gobernar" --y lo escribo en cursiva y con comillas, porque esta horda lleva cinco años sin pegar palo al agua-- de conseguir sortear, a base de infinita astucia, los innumerables problemas relacionados con la constitución del Parlament, la normativa de la cámara, la investidura del president y la operativa que permita votar tanto a los fugados como a los encarcelados a partir del próximo día 17 de enero. Tal y como están las cosas, a no ser que el holograma de Carles Puigdemont saque un conejo de la chistera vía satélite, o que el presidente de la cámara retuerza el reglamento, como hizo Carme Forcadell, acabaremos todos regresando a las urnas en breve, convirtiendo la pesadilla de nuestras vidas en un bucle eterno y con un 155 aplicado in saecula saeculorum...
A no ser que el holograma de Carles Puigdemont saque un conejo de la chistera vía satélite, acabaremos todos regresando a las urnas en breve, convirtiendo la pesadilla de nuestras vidas en un bucle eterno y con un 155 aplicado in saecula saeculorum...
Existe otro asunto, el tercero y no menos importante, que todos podemos inferir del resultado de los comicios de diciembre. Y es el abismo que se abre bajo los pies de la sociedad catalana, separándonos a unos y a otros de forma irremediable y dramática. Esto no es una fractura, un simple descosido, un roto que pueda zurcirse con paciencia, aguja y dedal. Cataluña está desgarrada y sin posibilidad inmediata de reconciliación. No la habrá, ni a corto ni a medio plazo. Y llevamos así cinco largos años. Pero a partir de ahora viviremos, probablemente, a cara de perro. Que nadie se lleve a engaño: el 80% del censo fue a votar con las tripas, con indisimulada rabia, con hartazgo, deseando barrer del mapa al adversario al depositar su papeleta. Prácticamente nadie votó en base a políticas sociales, económicas, sanitarias, educativas, o en simple clave de izquierda derecha.
No hubo reflexión ni autocrítica alguna. Ni un solo independentista castigó a JxCat o a ERC por el desastre que han provocado en su demencia e irresponsabilidad; por la fuga masiva de empresas --más de 3.200, entre las últimas, Punt Roma y Dexeus--; por sus vergonzosas mentiras ni por la proclamación de una república de chichinabo que no reconocen ni los zulúes. Todo lo contrario: la CUP se pegó el batacazo de su vida porque el nacionalismo, en masa, apostó por el voto útil reclamado por el chantajista de Bruselas. Y lo mismo ocurrió en las filas constitucionalistas. De ahí el histórico descalabro del PP y García Albiol, de los Comunes de Xavier Domènech, y del anodino resultado de Miquel Iceta, con sus inoportunas promesas de "pegamento para todos", amnistía y prebendas. No lo olvidemos nunca: esto es una guerra de trincheras, y todo aquel que se pasee por tierra de nadie silbando el Happy Xmas (War is Over) de John Lennon, palma bien palmado.
Nadie logrará que el agua y el aceite mezclen. Nunca. Jamás. Ni a cañonazos. Y así estamos y estaremos de no poner remedio.
¿Recuerdan Juegos de Guerra, aquella película de 1983 en la que un ordenador confunde realidad y ficción, y amenaza en un simulacro angustioso con desencadenar una guerra termonuclear mundial? Sólo lograrán desactivarlo obligándolo a ponderar su estrategia de ataque y defensa, sus nulas posibilidades de preeminencia y victoria, jugando al tres en raya, hasta confinarlo en un bucle que le permite finalmente entender la futilidad de algunos escenarios sin salida, que sólo conducen a una "destrucción mutua asegurada". Con los circuitos echando humo, el ordenador concluirá: "¡Extraño juego, el único movimiento posible para ganar es no jugar!".
La única posibilidad de poner fin a este monumental despropósito es dejar de jugar con nitroglicerina, a riesgo de poder vernos, como decía Josep Borrell, llegando a las manos
Por consiguiente, la única posibilidad de poner fin a este monumental despropósito es dejar de jugar con nitroglicerina, a riesgo de poder vernos, como decía Josep Borrell, llegando a las manos. Dejar de jugar a las repúblicas Geyper, a la división, a los falsos hechos diferenciales, a la exclusión, al supremacismo, al totalitarismo; dejar de alimentar falacias, inexistentes derechos a decidir y mentiras históricas. Acabar con el victimismo, el agravio permanente, el odio al contrario. Y con esa visión estúpida, pueril, insoportable, impropia en política, que lleva a algunos a creer que pueden actuar arbitrariamente, transgrediendo todos los límites habidos y por haber, pisoteando derechos y leyes, degradando la convivencia, y pretendiendo que las masas les exoneren de su abominable irresponsabilidad empapelando un país con lacitos amarillos.
Sólo existe un tablero de juego. El tablero es la ley. Más allá del tablero no hay nada. A estas alturas deberían saberlo. Y si no lo aprenden, deberán atenerse a las consecuencias. Siempre nos quedará Tabarnia. No es una entelequia. Es una posibilidad, viva, real, legal y salomónica.
Una formidable dósis de su propia infame medicina.