La financiación autonómica, ese sudoku imposible, es como el juego de la mosqueta: un asunto de trileros. Tratándose de dineros --en plural, como se escribía en el Siglo de Oro, cuando las riquezas coloniales terminaban en los sacos de los banqueros del norte de Europa, a los que la Corona debía hasta el paño que gastaba el correspondiente monarca-- hay que dar por supuesto que todos los actores de la trama mienten. Sobre todo aquellos que, como los políticos vascos, navarros y los nacionalistas catalanes, intentan solucionar lo suyo, que en realidad es lo nuestro, sin sentarse en la mesa común y apelando a la famosa bilateralidad.
La aprobación en el Congreso del plan quinquenal que regula la singular relación económica entre el Estado y las comunidades forales ha vuelto a azuzar el enfrentamiento entre nuestras élites territoriales, mientras los ciudadanos, que viven aquí pero mañana pueden hacerlo allá, contemplamos con asombro la imposibilidad de que en España se cierre algún día el eterno debate entre vecinos mal avenidos que es la política patriótica. Es evidente que el trato fiscal que disfrutan desde hace décadas Euskadi y Navarra contribuye a que su renta sea muy superior a otras zonas del país. Tampoco es objeto de discusión alguna que tal situación goza del amparo legal de la Santa Constitución, aunque suponga una anomalía en el marco común europeo. Y también parece claro como el agua que se trata de un privilegio injusto que no contribuye a la cohesión social. Todo al mismo tiempo.
La política no se mueve por criterios de justicia, sino de conveniencia. La lógica cortoplacista de nuestros políticos les permite manipular lo más sagrado de un Estado social: el dinero con el que se pagan los servicios públicos. La alianza entre PP, PSOE y Unidos Podemos en favor del nihil obstat del cupo, inaudita en la actual legislatura, era previsible pero sin duda reabre la inevitable discusión sobre los límites de los principios políticos y los intereses partidarios. Rajoy ha rebajado a mínimos históricos la contribución del País Vasco y Navarra a las arcas estatales para aprobar con los votos nacionalistas unos presupuestos que habían quedado en la estacada tras el desafío soberanista. Nada distinto a lo que en su día hizo Franco al respetar los fueros a Álava y Navarra por no oponerse al golpe militar. En España el interés primario siempre pesa más que los principios. Sacrificar la coherencia supone que el resto de españoles seguiremos subvencionando a las dos autonomías forales por los servicios generales, mientras sus respectivos gobiernos recaudarán más sin subir la presión fiscal. Siendo impropio de un país civilizado, donde el interés general debería prevalecer sobre el particular, aún más preocupante nos parece tener que oír a determinados políticos elogiar semejante asimetría e intentar cercenar en los foros parlamentarios el debate sobre la reforma constitucional, que debería ser social en lugar de territorial.
Rajoy ha rebajado a mínimos históricos la contribución del País Vasco y Navarra a las arcas estatales para aprobar con los votos nacionalistas unos presupuestos que habían quedado en la estacada tras el desafío soberanista
En Valencia y Andalucía ya se oyen las primeras voces airadas, que auguran una agenda política inmediata marcada por la afrenta, la manipulación y la demagogia de los capellanes de cada territorio. En un país históricamente tan mal articulado como el nuestro, la política autonómica ha devorado a la nacional, presa de los nacionalismos y cautiva del victimismo periférico que, como sucede en Andalucía, busca camuflar la incapacidad y la corrupción de sus gobiernos con el argumento de que la culpa de sus males siempre es de los demás. Los susánidas, las huestes del socialismo meridional, preparan desde hace meses un guateque patriótico para revivir --ya se verá con qué éxito-- el bucle del mítico referéndum de autonomía. Cataluña votará sólo unas semanas después su nuevo Parlament. Del resultado de ambos eventos depende que la espiral territorial se mueva en una dirección o en otra.
Habrá tensiones, por supuesto, pero esta vez no se limitarán a Madrid y Barcelona, sino que se multiplicarán por toda la geografía ibérica hasta que el nuevo sistema autonómico de financiación común no sea aprobado con un mínimo de consenso, algo que se antoja imposible dados los haberes disponibles --España no ha salido aún de la crisis--, los recortes comprometidos con Bruselas y el agujero negro de gastos que implica este modelo de Estado, tan contradictorio como para respetar a algunos sus hipotéticos derechos históricos y negárselos al mismo tiempo a los demás. Tan históricos son los privilegios forales como su abolición, consumada por Cánovas en 1876. La historia, ya lo sabemos, es lo primero que se manipula cuando lo que se pretende es justificar un dominio patrimonial.
Cualquiera diría que, más que un país europeo, España está cerca de revivir --ahora en clave autonómica-- otras guerras carlistas en las que, en lugar de liberales y reaccionarios, esta vez se enfrentarán los indígenas de cada tribu en busca de una imposible hidalguía universal. Esa ficción, españolísima, que consistía en vincular la supuesta nobleza de sangre al hecho tan prosaico de no pagar impuestos.