La fuerza, dejó dicho Conrad, es sólo un accidente cuya causa (pasajera) es la debilidad ajena. Antes o después, se agota. La cita parece exacta para describir el devenir político de Podemos, similar al de una montaña rusa cuya cumbre sólo es el preámbulo de una violenta caída potencialmente mortal. El posicionamiento de los antiguos jacobinos morados en la guerra avivada por los nacionalistas para desequilibrar la democracia española va camino de terminar acelerando el despeñamiento progresivo de su proyecto, que se inicia tras el pacto con IU, desaparecida ya del mapa político, y se consuma algo después en Vistalegre II. El partido de Iglesias y Cía, que comenzó siendo la suma inteligente de distintas minorías sociales con vocación hegemónica, mutó a partir de entonces hasta convertirse en una empresa familiar. Ahora, tras aliarse con los soberanistas, todos los sondeos electorales le auguran un inminente descenso de respaldo popular que puede condenarlos a la irrelevancia.
Su alineamiento con los soberanistas ha abierto la enésima crisis entre sus primitivos fundadores --véase el caso Bescansa-- y siembra conflictos con las confluencias que desde el principio condicionaron su estructura territorial, carente de un esqueleto común. En Podem, su franquicia catalana, libran una guerra abierta con la dirección estatal, que trata de imponer una disciplina que ella misma no practica. El acuerdo con los comunes todavía es una incógnita. Y los efectos de una hipotética alianza electoral con los soberanistas, Roures mediante, pueden ser una bomba de relojería. Hasta los anticapitalistas, con la excepción de Teresa Rodríguez y el alcalde de Cádiz, han reconocido la república catalanufa en la que ya no creen ni los más firmes valedores del prusés. Podemos parece haber perdido el norte y ni siquiera pueden argumentar que existe un método en su locura. No. Lo que hay es una combinación diabólica de ansias de poder, egocentrismo, vanidad, anacronismo ideológico, dogmas y un análisis errado de lo que significa el pulso al Estado liderado por los independentistas catalanes.
Podemos parece haber perdido el norte. Lo que hay es una combinación diabólica de ansias de poder, egocentrismo, vanidad, anacronismo ideológico, dogmas y un análisis errado de lo que significa el pulso al Estado liderado por los independentistas catalanes
Las causas de este desnortamiento son múltiples, pero básicamente obedecen a dos factores: las prisas y el afán de notoriedad. Pecados que no son exclusivos de Podemos, pero que van a llevar al traste al único proyecto político español que había nacido de abajo a arriba en vez de ser una invención de las élites. Podemos, conviene recordarlo, nació en las plazas. Como el 15-M. Acto seguido irrumpió en las instituciones con todo en contra y cuando probablemente la espiral de contradicciones internas en la que vive hoy ya se había iniciado. Su génesis es el hartazgo social ante el bipartidismo --estructuralmente corrupto-- y la crisis económica, cuya factura social continúa siendo la gran olvidada de la agenda política, sorprendentemente con su anuencia tácita. Pero un buen día se jodió el Perú y dejaron de ser lo que prometieron. Podría discutirse cuándo se produjo ese momento, si al frustrar la coalición con Pedro Sánchez o cuando Iglesias purgó a su propia cúpula. En todo caso, el desajuste entre los deseos y la realidad se hizo sólido en el instante en que Iglesias cambió el eje de su discurso --los de arriba frente a los de abajo-- por la vetusta dicotomía derecha/izquierda. Ese día el general (secretario) lloraba de emoción al escuchar a Anguita bendecir la coyunda con los comunistas. En ese momento, Podemos perdió la centralidad, el discurso y la guerra narrativa contra el bipartidismo. Desde entonces no da pie con bola. Su cercanía con las tesis nacionalistas ha terminado ahora por sacarlos del tablero nacional, donde los votantes saben diferenciar perfectamente las cuestiones básicas de las coyunturales. Este giro extremo ha atomizado todavía más al partido, que siempre fue una suma de taifas, hasta tornarlo irreconocible. El poder --con o sin sorpasso al socialismo, que ya es lo de menos-- los ha hecho dejar en la cuneta todo aquello que representaba una novedad en el mapa político.
Primero fue la agenda social, imposible de financiar en su imaginaria España plurinacional. Después, la seriedad, destrozada cuando su líder se proclamó (unilateralmente) vicepresidente. Más tarde, su proyecto para la nueva España, sacrificado por los acuerdos de interés con las tribus periféricas. La encrucijada histórica que no han sabido manejar es la misma que la de la Santa Transición. O reforma o ruptura. Su apuesta por la segunda opción es el factor definitivo que anula sus expectativas. La España de la crisis no reclamaba ni una revolución ni le preocupaba el sorpasso al PSOE. Desea algo más simple y necesario: la regeneración del sistema político desde dentro. Una segunda transición que nos trajera una democracia real, no virtual. A diferencia de lo que sucedió en 1978, esta vez la demanda social en favor de esta gran reforma democrática procedía de la ciudadanía, no de las élites. Podemos, en sus comienzos, cuando aún no había desarrollado la fobia contra C's, tuvo la oportunidad de ayudar a la política española a saltar desde la partitocracia a la democracia. Hubiera bastado con construir un proyecto compartido de mínimos basado en los derechos sociales, tarea para la que PP y PSOE entonces estaban completamente invalidados por su falta de credibilidad. Ambos partidos han recuperado ahora una parte de este patrimonio político perdido al aplicar el artículo 155 al gobierno rebelde de Puigdemont.
Su cercanía con las tesis nacionalistas ha terminado ahora por sacarlos del tablero nacional, donde los votantes saben diferenciar perfectamente las cuestiones básicas de las coyunturales
Los jacobinos, mientras tanto, siguen encerrados en su bucle: con la ilusión de reventar el sistema desde dentro y sustituirlo por una incógnita que ni ellos saben explicar. Su decadencia súbita terminará fortaleciendo al bipartidismo, convertido ya en un nuevo tripartito (PP-PSOE-C's) sin interés ni en la agenda social, ni en las grandes reformas ni en la regeneración democrática. Entre las filas moradas hay quienes piensan que esta posición los sitúa como la única oposición. Es un espejismo. No están en la otra línea del frente, sino solos. Han elegido unos compañeros de viaje --los nacionalismos-- a los que no les preocupan los problemas de la gente. La imagen de Paco Frutos en la manifestación de Barcelona, quizás en parte debida a un ajuste de cuentas pendiente con los nietos de sus antiguos camaradas, resume muy bien la pérdida del oremus de los morados. ¿Por qué? Porque la Santa Transición, al igual que el franquismo, sólo puede ser superada desde el reformismo. No hay otro camino. Nunca lo hubo. Y Podemos, al no entenderlo, ha salido fuera de su círculo. Justo donde no hay oxígeno. Lejos de la orilla.