Hoy martes --y si no en cualquier otro momento o circunstancia--, el presidente de la Generalidad, Carles Puigdemont, puede declarar unilateralmente la independencia de Cataluña, culminando con ello la rebelión de esa comunidad autónoma contra el Estado español.
Con independencia de que se venga utilizando el verbo declarar, en lugar del de proclamar, mucho más ajustado a la intentona golpista que tal declaración supone, el Estado se enfrentará entonces en una situación extraordinariamente difícil ante su legítima obligación de sofocar el movimiento sedicioso, contando con unos antecedentes --los producidos el 1-O-- que no ayudan a que el Estado haga uso del monopolio de la violencia, como ejercicio monopolístico de la violencia por parte del Estado, por mucho que dicho uso de la violencia por parte de este se produzca con la legitimación que le da el sistema democrático español.
Dadas las reacciones, tanto nacionales como extranjeras, a la contundente acción policial del 1-O, tratando de impedir el ilegal referéndum celebrado en Cataluña, declarado como tal por el Tribunal Constitucional y por el Tribunal Superior de Justicia de Cataluña, y pese a que las fuerzas del orden actuaban por mandato de un juez, habrá de convenir que Cataluña, entre sus múltiples hazañas, deberá incorporar el de enterrar a Max Weber, filósofo, jurista, historiador, politólogo y sociólogo alemán, considerado uno de los fundadores de la sociología moderna y de la administración pública, a la vez que referencia intelectual de varias generaciones de universitarios europeos, pese a que la estrecha relación entre violencia y Estado que supo ver Weber ha influido en la sociología y la teoría del Estado actual desde los albores del siglo XX.
No seré yo el que se apunte al asesinato (intelectual) de Weber porque defiendo y defenderé que el Estado moderno es la única fuente del derecho a la violencia, algo en lo que hasta el propio Trotski estaba de acuerdo cuando afirmó que todo Estado se basa en la fuerza.
No hay sino que releer a Max Weber para entender que si sólo existieran estructuras políticas que no aplicasen la fuerza como medio, entonces habría desaparecido el concepto de Estado, dando lugar a lo que solemos llamar anarquía
No hay sino que releer --y citar-- a Max Weber para entender que si sólo existieran estructuras políticas que no aplicasen la fuerza como medio, entonces habría desaparecido el concepto de Estado, dando lugar a lo que solemos llamar anarquía en el sentido estricto de la palabra. Por supuesto, la fuerza no es el único medio del Estado ni su único recurso, pero sí su medio más específico, hasta el punto de que, como señala Weber, el Estado es aquella comunidad humana que ejerce (con éxito) el monopolio de la violencia física, legítima dentro de un determinado territorio.
Hace unos años, el entonces presidente de la Generalitat, Artur Mas, y la presidenta del Parlamento, Núria de Gispert, se vieron obligados a utilizar un helicóptero para acceder a la Cámara catalana y evitar así posibles agresiones de un grupo de "indignados" concentrados a las puertas del templo de la democracia catalana.
Mas había tratado de acceder a la cámara catalana a bordo de su vehículo oficial hasta en dos ocasiones, pero la presión de los manifestantes, a pesar del dispositivo policial, había impedido que el presidente de la Generalitat accediera a la sede del legislativo catalán. ¡Qué sonrojo!
Como sea que las sociedades modernas mantienen una simple pero a la vez compleja relación entre gobernantes y gobernados, similar a la de los padres que intentan mantener una relación de amiguetes con los hijos, hasta que se les escapa un bofetón, los Mossos d'Esquadra y la sociedad catalana han protagonizado escenas tanto o más contundentes que las vividas el 1-O, como lo demuestra el hecho que desde 2009 siete personas han perdido un ojo a causa del impacto de una bala de goma en Cataluña. Que se sepa entre los cienes y cienes de supuestos lesionados el día del ilegal referéndum, nadie perdió un ojo por la brutal actuación de la policía y la Guardia Civil.
La violencia de Estado no la ha inventado el Estado español y es considerada en el mundo democrático un recurso a utilizar en determinadas circunstancias con toda la contundencia que requiera la gravedad de la situación
Esto de la violencia no es ni nuevo ni bueno, aunque como en todo, depende de las circunstancias. Desde luego, la violencia de Estado no la ha inventado el Estado español y es considerada en el mundo democrático un recurso a utilizar en determinadas circunstancias con toda la contundencia que requiera la gravedad de la situación, esté o no en contra cierta mojigata prensa internacional o el obispo de Antioquia.
Hace un par de días, el diario Abc --según fuentes consultadas-- denunciaba que la Generalitat intentó una compra de munición y armas de guerra --fusiles y subfusiles de asalto y de precisión-- a finales del pasado año que fue frenada por el Ministerio de Defensa por "el elevado número de unidades, extremadamente superiores a los pedidos lógicos que se habían realizado en años precedentes".
Según la noticia, convenientemente filtrada, el Departamento de Interior de Puigdemont trasladó el 31 de octubre --aún con el Gobierno en funciones-- una petición al Ministerio del Interior para adquirir nueve tipos de armas, de las cuales cinco levantaron la alarma en el Ministerio de Defensa: 300 subfusiles calibre 9x19 mm, 400 fusiles 5,56x45 mm (HK G36, como el del Ejército), 50 rifles de precisión, 338 Lapua MAG, 50 rifles de precisión Whisper y 50 fusiles 7,62x51mm (308Win).
A lo mejor nos equivocamos, pero el último fin del frustrado pedido de la Generalitat no era otro que el de ejercer la violencia de Estado, llegado el caso. El problema es que Cataluña, todavía, no es un Estado.