La insatisfacción del catalanismo por la falta de reconocimiento de Cataluña como una nación con todos sus atributos, lo que no implica necesariamente la independencia, es tan vieja como acreditada. Se ha peleado con resultado dispar con el Estado español en diferentes momentos. El último, de aciago recuerdo, en 2006. En 1978, la Constitución se celebró como un gran avance, aunque luego la Loapa aguó la fiesta y la doctrina del Tribunal Constitucional clausuró toda ilusión de mejora de expectativas. El problema existe, es innegable y su complejidad responde a la consolidación de dos verdades contrapuestas y construidas durante siglos. Así se explica que hasta ahora no hayamos sido capaces de desbordar la conllevancia y sus raquíticas formulaciones institucionales.
El país ha sabido vivir durante décadas en esta querencia con mayor o menor grado de resignación, asumiendo la consigna futbolística del partido a partido, sin renunciar nunca al objetivo del pleno reconocimiento. Hasta que un día, una manifestación convocada para rechazar el penúltimo portazo a una propuesta catalana, emprendió (se le hizo emprender) el camino del atajo. Siete años después, Cataluña tiene dos problemas, el de fondo, el que ya tenía, y el de la circunstancia, el del choque frontal con el Estado. Los detalles del momento son conocidas, pendientes del desarrollo del 1-0 y de la semana posterior.
La estrategia de intentar resolver un problema creando otro problema debe tener algún nombre que desconozco, o como mínimo algún científico habrá estudiado las posibilidades de éxito de esta modalidad de resolución de situaciones problemáticas. Si no lo tiene, lo tendrá. En todo caso, no hemos llegado hasta aquí por un error de cálculo de los autores de la hoja de ruta de la independencia exprés en sus diferentes versiones. Siempre ha habido quien ha teorizado que cuanto mayor el desafío, más posibilidades de conseguir algo en la posterior negociación.
Lo cierto es que ahora Cataluña sigue teniendo pendiente su reclamación de siempre y además se enfrenta a las consecuencias institucionales, políticas e incluso penales y económicas del estado de desobediencia declarado por el Parlament
Lo cierto es que ahora Cataluña sigue teniendo pendiente su reclamación de siempre y además se enfrenta a las consecuencias institucionales, políticas e incluso penales y económicas del estado de desobediencia declarado por el Parlament. Todo lo que ha seguido a la aprobación de la burbuja de la legalidad paralela por parte del Estado en su defensa de la legalidad constitucional --los excesos de la Fiscalía y el exhibicionismo policial hasta superar la línea roja del atropello de derechos individuales-- ha empeorado las cosas. La mano que mece la cuna dela razón de Estado debe calcular que cuanto más grave y acuciante sea el problema sobrevenido, menos posibilidades de tener que enfrentar la cuestión de fondo. Y en eso están: creando las condiciones para volver al statu quo, arriesgando el propio Estado de derecho, como mínimo desgastándolo.
El peligro de tanto cálculo por uno y otro lado es mayúsculo para la convivencia y la buena salud colectiva. No puede durar mucho más. Salvo sorpresa de última hora (una participación colosal el 1-0 anima al Parlament a declarar el Estado catalán y este es reconocido por la comunidad internacional) y a menos que nos hayamos vuelto todos locos, un día habrá de llegar la negociación. Llegados a este punto, la urgencia de paliar el peso de las represalias (inhabilitados, multados, encausados, intervenidos, desanimados) y la exigencia de reprender y reformar los excesos del Estado de derecho (abusos en la interpretación y en la ejecución de las leyes vigentes) serán acuciantes.
Tan acuciante e incómoda será la situación que volver a la normalidad se convertirá en una consigna y una prioridad. Entonces lo más probable es que el problema original quede relegado por las nuevas urgencias del instante político, como sucedió cuando la proclamación de la República o cuando la Transición. La gran novedad es que en esta ocasión, el problema que tapará el problema nos lo hemos creado nosotros al responder con prisas programadas a los embates neocentralistas del Gobierno del PP. Pasamos del partido a partido a los penaltis. Hay otra perspectiva de salida del reto independentista, por supuesto, una negociación efectiva sobre la resolución del conflicto de soberanías. Existe y sería la justificación de todo lo vivido desde 2010, pero no hay en el horizonte inmediato ninguna señal cierta de la más mínima inteligencia política que sustente la hipótesis.