Contemplar en directo, aunque sea por streaming, el nacimiento de una nación, en este caso la supuesta república catalufa, es todo un acontecimiento. Pero tras ver el espectáculo no podemos decir que la función tuviera épica. Más bien hubo exceso de escabeche. Basta fijar in mente la foto del Govern en pleno, reunido como si hubiera declarado la guerra a sus compatriotas --sí, a sus compatriotas-- bajo una lámpara de cristales Gran Imperio, entre maderas oscurísimas y con una iluminación decimonónica, por no decir infame. Si hubiera que juzgar desde el punto de vista estético esta proclamación bucanera, como la ha bautizado para la eternidad el diputat Coscubiela, que es nuestro héroe, la sentencia no sería piadosa. Claro que las historias patrióticas tienen por costumbre la ceguera selectiva: sólo ven lo que les conviene. Lo que les molesta --la oposición, la mayoría no nacionalista, las minorías, el periodismo decente-- tratan de someterlo o, si el intento deviene en imposible, lo obvian.
Es curioso: a pesar de la tensión y el bochorno, que se prolongaron pasada la madrugada, como si ese día no tuviera mañana, lo más hipnótico de la asonada fueron los silencios íntimos de los fieles ejecutores, que actuaban como replicantes de la distopía que nos espera si el secesionismo gana el pulso. La visión en crudo de la Cataluña de los nacionalistas, un país de ficción, colisionando contra la realidad jurídica constitucional no ha sido un choque de trenes. Ni de asteroides. Fue otra cosa: una máquina --la autonomía-- que se inmola estrellándose contra un muro. Resultado: la imagen desfigurada de un país donde la ley se torna un capricho y las personas no gozan de derechos básicos. Absolutismo orgánico.
Ese Parlament autista expresa el modelo político de los soberanistas: sin reglas, sin discrepantes, sin seguridad jurídica, totalitario y etnicista
Ese Parlament autista expresa el modelo político de los soberanistas: sin reglas, sin discrepantes, sin seguridad jurídica, totalitario y etnicista. Siendo terrible, no deja de tener una extraña coherencia: el nacionalismo siempre quiso, y en parte logró, manejar Cataluña como si fuera un predio agrario. No necesitan una cámara legislativa. Les basta con que el Parlament funcione igual que el despacho de un notario: dando fe y poniendo timbre a sus negocios. La república del sol naciente se presenta súbitamente ante nuestros ojos como un mayorazgo del Antiguo Régimen, envalentonado por la demagogia, material tan incendiario como inestable. Puesto que piensan que Cataluña sólo es suya, argumentar que la ruptura se consuma por la imposibilidad de alcanzar un acuerdo con Madrid es una falacia. No es cierto.
La obstinación soberanista nunca ha sido política. Es un obsceno litigio patrimonial para robarnos --a todos-- la tierra, el paisaje, la familia, la voz, la ley y la palabra. No es una locura menor cuando no tienen ni un voto más de la mitad del censo, aunque cuenten con más escaños. Nadie con juicio puede entender que su bandera deba anular la de todos, teniendo ambas idénticos colores. Ahora quieren incendiar la calle. Nos parece una actitud aún más demencial que la proclamación de la republiqueta, porque busca amplificar la división social del último lustro hasta fabricar mártires. El soberanismo no aspira a construir una Cataluña mejor. Quiere una Cataluña reconquistada. Saltar de una partitocracia a otra.
Como se trata de una ficción inverosímil en democracia, han decidido alumbrar su utopía regresiva dinamitando la Constitución, esperanzados en animar una escalada infinita de reivindicaciones territoriales: España entera en llamas, igual que un falansterio saqueado. El Estatut, que es una ley de todos, queda asesinado en la plaza pública mientras Moisés-Puigdemont enseña las tablas de la nueva ley de la tribu. Tras detener a los falsos profetas, no quedará otra que acometer una reforma constitucional. El drama es que ya no será para garantizar derechos sociales, sino para apaciguar a las élites patrióticas. Lejos de destruir la España que deploran, los nacionalistas van a ayudar a hacerla irreformable. Pueden cantar Els segadors tras la gesta. Su democracia no es una fiesta. Es nuestro funeral.