En la noche del brutal atentado del 11-M de 2004, el Rey Juan Carlos I se dirigió al país en formato institucional y solemne para condenarlo y alentar a los españoles ante la trágica circunstancia. Tras el horroroso atentado de La Rambla, el Rey Felipe VI participó en el homenaje a las víctimas de plaza Cataluña y parece ser que va a asistir a la manifestación del próximo sábado. Se dirá que padre e hijo tienen estilos diferentes de entender su papel como monarcas, sin embargo, en tiempos de suspicacias y desconfianzas entre buena parte de catalanes y las instituciones españolas, cualquier detalle o gesto por parte de estas, está bajo la lupa de la interpretación de las partes.

La monarquía no anda fina en el contencioso catalán. Condicionada por la literalidad de la Constitución sobre su papel minimalista en la vida política, se mantiene como simple observadora de los hechos, con alguna que otra intervención rutinaria sobre el tema, simple reproducción de los preceptos constitucionales más elementales. Es lo que toca, me dirán los expertos. Claro. Pero no me negarán que una institución discutida por antigua e inoperante como la Corona podría tener su espacio en la garantía de lealtad y sostenibilidad de una España plurinacional. Nada, no se le ha podido intuir una chispa que permita vislumbrar un futuro interesante a la institución monárquica.

En el contexto de pasividad pública respecto del conflicto más relevante que ha tenido el Estado en décadas, la eliminación del discurso del Rey tras los atentados de Barcelona y Cambrils debe ser valorado como un error institucional

En el contexto de esta pasividad pública respecto del conflicto más relevante que ha tenido el Estado en décadas, la eliminación del discurso del Rey tras los atentados de Barcelona y Cambrils debe ser valorado como un error institucional. Existiendo como existía el precedente, puede ser interpretado fácilmente como un trato diferencial ante el dolor. Muy poco inteligente, muy injusto, como mínimo, porque la calificación sería mucho peor si abriéramos paso a la suposición de que no hubo discurso precisamente dada la situación. En todo caso, habría sido perfectamente compatible con la presencia física en cuantos actos quisiera en Barcelona. El estilo es el estilo, y la obligación, otra cosa.

¿Debe venir el Rey pues a la manifestación del próximo sábado? Por descontado. En realidad, tras la polémica desatada por la CUP al rechazar los anticapitalistas caminar juntos con el monarca contra la barbarie, no le queda otro remedio que acudir a la cita con los ciudadanos sin miedo. La CUP está muy cómoda en su papel determinante para mantener en el cargo al Gobierno de JxS y para tutelar el procés, sus diputadas se han acostumbrado a ser el ombligo del Parlament, y a pesar de su relativa fuerza social y política, no tiene límites en sus pretensiones. Y tienen el don de la oportunidad y la trampa política.

El Rey, ahora, no puede dejar de venir a la manifestación, aun asumiendo el riesgo de escuchar algunos silbidos por todo lo señalado por la CUP

La razón esgrimida para considerar inapropiada la presencia de Felipe VI no es tanto que fuera rey, sino que su familia tenga trato comercial con la realeza de Arabia Saudita, sobre la que existen sospechas fundadas de ser los financieros del terror. El argumento tiene su peso, pero difícilmente puede aceptarse como condicionante del papel institucional del monarca; en todo caso, será una cuestión de conciencia personal del ciudadano Felipe de Borbón, quien sabiendo lo que haya de verdad en las acusaciones contra la Casa Real española --especialmente dirigidas a su padre-- crea o no que incurre en la hipocresía al asistir a la convocatoria barcelonesa.

El Rey, ahora, no puede dejar de venir a la manifestación, aun asumiendo el riesgo de escuchar algunos silbidos por todo lo señalado por la CUP. De no hacerlo, pasaría a engrosar la lista de prisioneros ilustres de la CUP. Pero este sería el menor de sus problemas frente a la inmensa mayoría de los catalanes, porque la lectura de su decisión sería explicada como la constatación indiscutible del desinterés de la monarquia por el dolor de Barcelona y toda Cataluña. De nada le valdrían las fotos de los últimos días; su discurso no pronunciado y su ausencia clamorosa se convertirían en el paradigma del abandono de Cataluña por parte del Estado español, un argumento infalible de desconexión.