Hace más de un siglo, Ortega escribió en un artículo de prensa que "o se hace literatura o se hace precisión o se calla uno". En efecto, estamos obligados a convencer y a concretar para no caer en los transitados andurriales de la frivolidad; es evidente que de la banalidad no hay nada bueno que esperar. Yo no sé muy bien lo que hago aquí y ahora. Sucede que no soy un especialista, pero tampoco quiero ser un bárbaro. Por esto también leo lo que no me es propio, para adquirir u ordenar de este modo algunas ideas y transmitir su interés.
James Galbraith es un economista estadounidense cuyo padre fue el legendario John Galbraith, economista canadiense a quien el presidente Kennedy nombró embajador de Washington en la India. Se ha publicado ahora un texto del profesor Galbraith hijo, que aborda la distribución de ingresos y de la riqueza: Desigualdad (Deusto). Un asunto que no es cosa menor. Es cierto que la desigualdad ha sido siempre el estado natural de nuestra especie. Pero a una realidad desigual le corresponde un ideal igualitario. En esto estamos.
Cabe distinguir cuándo una desigualdad es excesiva y cuándo normal e inevitable. En cualquier caso, hay que preocuparse por la evolución de las desigualdades e intentar controlarlas. Indigna que un párrafo como el siguiente, pleno de sensatez y sentido, no prevaleciese en su momento en quienes programaron o consintieron un descontrol programado que supuso inmensas pérdidas para la gente de a pie: "Los fraudes de control siempre acaban fracasando, pero tienen una consecuencia, y es que permiten a unos pocos acumular mucho dinero, incrementando la desigualdad. Este tipo de fraude fue el principal culpable de la llamada crisis de ahorros y préstamos que tuvo lugar en Estados Unidos en los años ochenta". Por contra, ¿cuánta gratitud guardamos a los principales responsables y diseñadores del Estado del bienestar? Yo diría que nula, como si todo cayese del cielo natural. Paradójicamente, esta ausencia de reconocimiento es la que nos deja inermes en la cosa pública y facilita el acceso de la carroña.
Dentro de un límite, los niveles de desigualdad reducidos posibilitan un mayor rendimiento económico, y una desigualdad elevada suele augurar no pocos problemas
Una economía con un menor grado de desigualdad salarial tiende a funcionar mejor, y sus habitantes la consideran más justa. Dentro de un límite, los niveles de desigualdad reducidos posibilitan un mayor rendimiento económico, y una desigualdad elevada suele augurar no pocos problemas; si bien "la desigualdad nula, como la presión sanguínea nula, indica que el cuerpo continente está muerto". Aunque se solapen, el bienestar material y la justicia social no son lo mismo. La reducción de la desigualdad no reduce necesariamente la pobreza y la discriminación. La distribución de la renta es la medida de la desigualdad más usada. La renta, junto a la remuneración, son flujos "que se obtienen en períodos de tiempo determinados, como una semana, un mes o un año, mientras que la riqueza es una cantidad mensurable en cualquier momento del tiempo".
El método hoy preferido para medir la desigualdad de renta es el coeficiente de Corrado Gini, con una sencilla representación geométrica de la curva de Lorenz. Otro es el índice de Theil, que, en cambio, permite distinguir en subgrupos y en supergrupos de población. Ahora bien, lo humano nunca puede se reduce a unos números pero éstos están ahí. Tampoco se puede ignorar el flujo de herencias. Parece que el porcentaje de riqueza en manos de un minúsculo grupo de multimillonarios ha crecido con mucha mayor rapidez que la renta media mundial.
René Descartes comenzaba su Discurso del método afirmando que el sentido común (le bon sens) es la cosa mejor repartida del mundo, porque nadie quiere tener más del que tiene. A pesar de todo, no dejemos nunca de trabajar por una mejor distribución del uso de la razón entre todos los ciudadanos. Es vital.