El fracaso del independentismo en Cataluña tiene una causa fundamental: ha perdido toda opción de incorporar a sus filas a los catalanes no nacionalistas. Y cuando digo no nacionalistas me refiero a quienes tampoco se consideran nacionalistas españoles. La ya muy manida voluntad de ampliar las bases del independentismo ha fracasado. Lo dicen las encuestas y se puede comprobar hablando con la gente, leyendo a opinadores. Dos son las causas. Por un lado, y a pesar de los esfuerzos de sus intelectuales más sensatos e inteligentes, el independentismo ha ido aflorando su fondo supremacista, su odio en plural, su visión homogenizadora, su subordinación de los derechos y libertades de las personas a los denominados derechos nacionales, a la voluntad del pueblo.
En los momentos de mayor desasosiego social producto de la crisis, el discurso de construir un Estado nuevo en el que todo serían ventajas, en el que se contraponía la dura realidad a un futuro esplendoroso, pareció que podía calar en sectores sociales no nacionalistas. Hoy el discurso ha perdido toda su credibilidad. De hecho, ha sido prácticamente abandonado por el independentismo. Una prueba de lo que digo se vio en la comparecencia de Rafael Arenas en el Congreso presentando un informe sobre los déficits democráticos en Cataluña elaborado por SCC. Ningún intento de desmentir su contenido por parte de los representantes del PDECat y ERC. Sólo descalificaciones, criminalización de los autores. Lo mismo con el informe sobre el contenido adoctrinador de los libros de texto escolares denunciado por un sindicato de maestros.
El independentismo ha ido aflorando su fondo supremacista, su odio en plural, su visión homogenizadora, su subordinación de los derechos y libertades de las personas a los denominados derechos nacionales, a la voluntad del pueblo
En Cataluña el sentimiento nacional español es débil. Curiosamente los más fervientes nacionalistas provienen en muchos casos de familias que se alinearon con Franco por los excesos de la retaguardía republicana y legítimas ideas conservadoras. Pero entre los perdedores de la Guerra Civil y sus descendientes ha quedado un evidente distanciamiento de los símbolos nacionales españoles, agravado por la represión franquista de la disidencia política y de la lengua catalana y el adoctrinamiento de entonces en las escuelas con la formación del espíritu nacional y la izada de bandera, el canto del himno nacional en los centros docentes públicos o las manifestaciones patrióticas organizadas por el régimen franquista.
A muchos esta experiencia nos vacunó contra el nacionalismo político. Contra el nacionalismo español, pero también contra el nacionalismo catalán. En Cataluña hay muchos seguidores de Casablanca y su reivindicación de los que se sienten ciudadanos del mundo.
Estos antecedentes retardaron en Cataluña la contestación al nacionalismo de estos sectores sociales. De hecho muchos catalanes que ya han desconectado del procés, que consideran la independencia un peligro para un futuro libre, prospero y en paz, continúan siendo reacios a enarbolar una bandera española. Este segmento de la población, decisivos para decantar mayorías sociales, es, hoy, inalcanzable para el independentismo. Porque hoy los valores de la tolerancia, la convivencia, la paz, la libertad, la solidaridad y el pluralismo están más garantizados perteneciendo a España y a la Unión Europea que apoyando un Estado catalán. Este es el gran fracaso del independentismo. Y lo más curioso es que esto ha ocurrido por decantación natural más que por la acción política, o quizás, mejor dicho, a pesar de la acción política de los partidos que no se definen como independentistas, aquí y en el conjunto del Estado.