La política es un juego de vasos comunicantes. Unos están más llenos que otros, pero nada impide que esta proporción se altere. De hecho, ya está ocurriendo entre los partidos tradicionales y los movimientos políticos posmodernos, cuya relación tiene algo de siamesa: unos necesitan de los otros. Ambos conviven dentro de las sociedades contemporáneas. La diferencia sólo depende de cuál de estas estructuras de poder prevalezca sobre la contraria y de cómo intente conservarlo. La historia nos enseña que casi todas las innovaciones políticas no son nuevas. Simplemente son novedosas: parecen recién nacidas, sin serlo realmente, en función del contexto político en el que suceden. Todo está inventado.
Movimientos políticos existen desde el inicio de los tiempos. Dos ciudadanos juntos ya son multitud, una réplica en miniatura de la dialéctica social básica. La batalla que se está librando ahora consiste es un combate abierto entre la democracia formal y la directa. ¿Cuál es mejor? Depende de la idea de sociedad que tengamos. Los populismos, como explicó Gustavo Bueno, reciben este nombre en las democracias indirectas porque sus actores creen que los ciudadanos carecen de competencia para decidirlo todo y deben delegar esta función en otros. Esto no los hace mejores: los juicios en una democracia representativa se basan en la misma fe --ciega-- que los que se emiten mediante el voto directo y constante.
La batalla que se está librando ahora consiste es un combate abierto entre la democracia formal y la directa. ¿Cuál es mejor? Depende de la idea de sociedad que tengamos
El auge de las fórmulas políticas transversales es consecuencia directa de la crisis de credibilidad de los partidos. No es un fenómeno nuevo, pero en los últimos años está ganando plazas muy notables en el mapa occidental, incluyendo sitios como el Reino Unido. La sociedad española, adonde han llegado para quedarse, descubrió tras la crisis económica que la política es importante e inevitable. Quieras o no, afecta a tu vida privada. De ahí que la politización haya crecido exponencialmente en pocos años. Este cambio cultural se manifiesta bajo formas ideológicas muy dispares que --en esto coinciden-- rechazan la degeneración y las imposturas de la democracia formal, aunque no siempre postulen el regeneracionismo. Los partidos tradicionales no tienen apenas prestigio, aunque de momento conserven unos votantes que, sin embargo, pueden desaparecer tan rápido como los lectores de periódicos.
Francia es el episodio más reciente. Mucho antes sucedió en Italia, cuando la partitocracia dejó su sitio a Berlusconi. Los partidos tradicionales se tambalean y desde el vacío brotan iniciativas extremistas o presuntos movimientos patrióticos como el que ha llevado a la incógnita Macron al Elíseo. Están conectando con los deseos --primarios-- de la población más eficazmente que los partidos convencionales. La historia de las partitocracias no es suficiente para evitar que los votantes, o sus militantes, dejen de darles la espalda. ¿Por qué desconfían de la democracia formal? La cuestión es compleja, pero no cabe duda de que influye el hartazgo social hacia unos partidos que no son democráticos, aunque mantengan esta ficción. Los movimientos políticos ni siquiera necesitan ya construir corpus ideológicos. Les basta agitar reivindicaciones concretas, transversales y, en apariencia, interclasistas.
Frente a los ciudadanos que organizan grupos civiles para influir en el poder, los nuevos movimientos políticos pretenden conquistarlo y establecer otra dialéctica con sus bases: comunicación horizontal, que no es lo mismo que asamblearia
En la política posmoderna está ocurriendo lo mismo que en la filosofía: ya no hay sistemas de pensamiento. Todo se ha vuelto fragmentario. La postpolítica alimenta a sus bases directamente gracias a la revolución tecnológica. Sus propuestas son simples para que puedan ser digeridas. Frente a los ciudadanos que organizan grupos civiles para influir en el poder, estos movimientos políticos pretenden conquistarlo y establecer otra dialéctica con sus bases: comunicación horizontal, que no es lo mismo que asamblearia. Aspiran a encarnar un hipotético poder popular, un término inquietante que, sin embargo, no es muy diferente a la idea de soberanía popular que venden las marcas comerciales de la democracia indirecta.
El ocaso de los partidos tradicionales no se debe a que la democracia directa sea mejor que la indirecta o viceversa. Lo que está ocurriendo en muchos sitios a la vez es que quienes dirigen las instituciones han dejado de oír las aspiraciones del electorado, que en tiempos de zozobra son terrestres e inmediatas. No es que la sociedad esté secuestrada por los populistas. Tampoco es que los demagogos tengan la razón. Es que tras décadas de democracia teatral, puramente escénica, quien se ha vuelto populista es la realidad cotidiana. O la verdadera política cambia la realidad o será la realidad la que transforme la política.