En 1814, después del retorno al poder de los Borbones franceses, Luis XVIII ordenó que se elaborase un borrador de un sucedáneo de Constitución. Cuando por fin se lo entregaron, pidió al hombre más influyente del momento, Charles-Maurice de Talleyrand-Périgord, que revisase la Carta Otorgada. Después de leerla, el todopoderoso ministro de Asuntos Exteriores le hizo una objeción: --Señor, aquí echo de menos una cosa importante. --¿Cuál?, preguntó el Rey. --El sueldo de los diputados, le respondió Talleyrand. --Yo creo que sus servicios han de ser gratuitos y su cargo honorífico, contestó el Rey. --Señor, si han de ser gratuitos, nos saldrán muy caros.
El comentario de Talleyrand refuerza el tópico, por repetido y compartido, de que un político no será corrupto si está bien pagado, al menos como un alto directivo del Ibex 35. Insisto en el tópico porque los estudios sobre política en el mundo occidental contemporáneo apuntan a que esa solución es rotundamente errónea. En los últimos veinte años, la corrupción política ha despertado un enorme interés entre politólogos, juristas, sociólogos e historiadores. Las primeras conclusiones de la historiografía francesa, alemana, norteamericana y canadiense señalan la existencia de un trasfondo cultural conformado a lo largo de los siglos mediante concepciones y valores de amplia difusión espacial.
El historiador Frédéric Monier, autor de un libro fundamental sobre el tema, Corruption et politique: rien de nouveau (2011), ha planteado que la corrupción política ha de estudiarse "comme un révélateur de l’état general d’une société", y también "comme un catalyser" de la evolución de las sociedades dotado de una enorme capacidad de ruptura, capaz de demoler determinados equilibrios políticos y de poner en cuestión las normas institucionales, jurídicas y sociales teóricamente admitidas por la ciudadanía.
Interesa conocer las prácticas corruptas, pero también la percepción que de ellas tienen los actores sociales en las esferas públicas y privadas
Interesa conocer las prácticas corruptas, pero también la percepción que de ellas tienen los actores sociales en las esferas públicas y privadas. En el caso español son aún escasos los estudios de largo recorrido y, sobre todo, de historia comparada. María Antonia Peña es una de las historiadoras españolas pioneras en incorporarse a esta línea de investigación. Sus trabajos apuntan que la corrupción política en la España del siglo XIX y XX tuvieron un carácter multiforme y poliédrico. En ese sentido, distingue entre la corrupción electoral y la corrupción administrativa, es decir, entre aquella que manipulaba actas de aquella otra que se aprovechó del poder público en los ámbitos urbanísticos, alimentarios o sanitarios.
Las investigaciones de esta historiadora superan el valor historiográfico. En primer lugar porque ejerce como catedrática de Historia Contemporánea en la Universidad de Huelva, considerada en los últimos rankings la única universidad andaluza opaca por su falta de transparencia en la gestión. La segunda razón es que María Antonia Peña es candidata a rectora en las próximas elecciones que se celebrarán en dicha universidad, donde el escándalo ha sido mayúsculo al haberse detectado un fraude importante en las listas electorales que parecía favorecer al actual rector. Presunta corrupción electoral y administrativa con redes clientelares por medio.
La corrupción es una lacra que merma los derechos democráticos de los ciudadanos y que desacredita el propio funcionamiento de la vida política, y pública en general. Después del escándalo del caso del rector plagiador y cómo triunfó en la Universidad Rey Juan Carlos el sucesor en las elecciones celebradas tras su dimisión, la próxima cita electoral en la universidad onubense tiene un enorme interés para contrastar hasta qué punto han calado las prácticas opacas entre los votantes o si aún es posible una regeneración de los espacios públicos y privados. En esa próxima cita electoral, la universidad española se juega también su prestigio, o al menos, el que todavía conserva.