La pobreza intelectual de los fundamentos del llamado procés es estremecedora. Los políticos y los dirigentes civiles que lo conducen destacan por su gris medianía. Los intelectuales orgánicos que lo animan gozan de audiencia por el juego permanente que les dan los medios de comunicación públicos y los subvencionados. Los tertulianos profesionales o espontáneos que lo jalean avergüenzan por su simpleza monocorde. El presidente y el vicepresidente del ejecutivo hastían por su discurso inane. Y, no obstante, pese a toda esa mediocridad apabullante, han logrado imponer el relato independentista, desertizar el debate, arrinconar ideológicamente a la oposición, generar un ambiente irrespirable para los que no comparten sus pretendidos propósitos.
Tiene mérito porque todo ello lo han conseguido con un colchón asfixiante de palabras vacías, repetidas hasta la saciedad, abandonadas o recuperadas a voleo; palabras que son cáscara sin contenido, palabras capciosas, falaces, frenéticas, rimbombantes, imperativas, que engañan, que hipnotizan y llegan a fanatizar; palabras que han robado del acervo general y han retorcido hasta hacerlas irreconocibles.
Su éxito estriba en no explicar qué entienden por cada palabra talismán con la que nos bombardean a diario y que dejan planear en la ambigüedad: democracia, diálogo, Estado propio, derecho a decidir, estructuras de Estado, proceso participativo, referéndum, desconexión, judicialización, bilateralidad, libertad de expresión, vía catalana... Ni siquiera la sacralizada palabra independencia merece un significado, horada sin carga. Lo dicen todo, sin necesidad de demostrar nada. Se abandonan a lo que se asemeja a una borrachera de palabras: "Una respuesta penal al 9N es el fin del Estado español" (Francesc Homs).
El procés se fundamenta en palabras vacías, repetidas hasta la saciedad, abandonadas o recuperadas a voleo; palabras que son cáscara sin contenido, palabras capciosas, falaces, frenéticas, rimbombantes, imperativas, que engañan, que hipnotizan y llegan a fanatizar
Asistimos, los unos, incrédulos, los otros, acobardados, los más, indefensos, no sólo a la degradación de las palabras, a una perversión del lenguaje, también a una pequeña tiranía --de momento, de palabras--; pequeña porque se halla contenida por la denigrada democracia española y su Estado de derecho, pero tiranía porque abusan sometiendo al conjunto de la sociedad al engaño de sus palabras vacías desde el poder institucional que detentan.
Según Herman van Rompuy, ex presidente del Consejo Europeo, hábil negociador y sutil observador, "en política una palabra es siempre un acto". Por eso en política las palabras vacías comportan una doble responsabilidad: la de su vaciedad y la que deriva de los actos políticos que engendran, con cuya sucesión los independentistas han creado un problema mayor para el que no tienen solución porque ellos son la parte principal del problema.
Que nadie espere que en esa campaña por el sí en el referéndum que dicen que van a celebrar --la campaña seguro que se celebrará, el referéndum todos sabemos que no-- llenen de contenido sus palabras vacías; al contrario, persistirán en su vaciedad. Tan claro como lo tiene el nuevo director de TV3, Vicent Sanchis: "Estas cosas no se explican, porque si las explicas te suspenden".
En el posdominio ideológico independentista habrá que hacer un esfuerzo enorme de higiene para devolver a las palabras su valor y llenarlas de contenido.