Vivimos una época en la que hay demasiada gente empeñada en negar las evidencias. Ocurre en los Estados Unidos de Donald Trump y en el procés independentista catalán, dos casos muy escandalosos por su actualidad y sus despropósitos, pero no son únicos; ni mucho menos.
El Gobierno español, como hace Oriol Junqueras con las exportaciones, por ejemplo, no desaprovecha ocasión para ponerse medallas inmerecidas en todo lo que huela a mejora económica; o que se pueda presentar como tal. Lo hace con el crecimiento del PIB, con las ventas al exterior, con la mínima reducción de la dramática tasa de paro o cualquier otro dato.
Sin embargo, elude lo fundamental: la razón por la que España se incorporó a la Unión, que no es otra que la convergencia de su economía con las troncales de Europa sigue siendo un anhelo lejano.
Los criterios de Maastricht, fijados a principios de los 90, establecían las ratios que debían compartir los países candidatos. Evidentemente, la Europa de Bruselas no incluyó parámetros sociales, como el desempleo o la pobreza. Eran la inflación, el déficit, la deuda, los tipos de interés y de cambio.
Los dos últimos desaparecieron de hecho con el BCE y la moneda común. Pero la evolución de los otros es suficientemente significativa.
Si nos comparamos con Alemania, la distancia no disminuye, sino que aumenta en todos los parámetros
En 1998, el IPC español era del 1,7%, frente al 1,3% de Alemania; o sea, lo superaba en un 23,5%. Ahora, estamos en el 3% y Alemania, en el 1,9%; o sea, que la diferencia es del 36,6%.
Hace 20 años, nuestro déficit equivalía al 2,6% del PIB y el de Alemania, al 2,7%; lo que significa que los alemanes estaban peor: nos superaban en un 3,7%. Cerramos el año pasado con un déficit del 5,13%, frente al 0,7% de ellos; es decir, que ahora los superamos nosotros en un 86,3%. En 1998, nuestra deuda pública superaba en un 11% la de ellos, pero ahora la diferencia es del 29% en contra nuestra.
El balance que permiten hacer aquellos criterios ofrece un resultado diáfano. En 20 años, en una generación, España no ha logrado converger con Europa, sino al contrario; se aleja. No se trata solo de macrodatos fríos, sino del espejo que nos dice en qué condiciones estamos para hacer frente a otra crisis como la que hemos vivido en los últimos ocho años. Esa no convergencia, esa debilidad relativa, es la que explica que las secuelas de la recesión Pirineos abajo sean peores que de los Pirineos hacia el Norte.
El Estado del bienestar se aleja de los españoles a manos del austericidio
Si acercamos un poco más la lupa y, huyendo de los parámetros mercantilistas, tratamos de ver cómo estamos realmente en comparación con el entorno al que pertenecemos, la conclusión no es más optimista. El austericidio ha sido aquí mucho más drástico que en el resto de la UE.
El gasto público español se situará este año en el 41,6% del PIB, a cinco puntos de la media comunitaria, tras haber caído dos puntos en un año. (Alemania dedicará el 44,4%; por no hablar de Francia, que destinará el 56%).
El gasto social per cápita de nuestro país está 33 puntos por debajo de la media europea, mientras que el alemán lo supera en 31 puntos: 64 puntos de distancia.
En debates como el del futuro del sistema de pensiones se ocultan datos fundamentales que explican qué hemos hecho todos estos años. Así, cuando el gobernador del Banco de España hace el papel de malo sugiriendo llevar más allá incluso de los 67 años la edad oficial de jubilación, no hace otra cosa que marearnos. Resulta que otros países de la UE ya han puesto los medios para que la gente, voluntariamente, se retire a conveniencia. De tal modo es así, que el 14,5% de los alemanes con edades comprendidas entre 65 y 69 años siguen en activo; una tasa que llega al 21,6% en el caso de los suecos. En España no solo se queda en un raquítico 4,9%, sino que hay quien se permite hacer demagogia con este asunto y engañar a la gente.
La realidad de nuestra economía no es la que venden los propagandistas profesionales, sino la que revelan los datos: viajamos en dirección a Europa, pero a un ritmo tan lento que consagramos la Europa de las dos velocidades. Y no hace falta decir a cuál de ellas nos hemos anclado.