El doctorado honoris causa que el 23 de mayo le va a conceder a Peter Handke (Griffen, Carintia, Austria, 1942) la Universidad de Alcalá de Henares me hace recordar, como recuerdo cada vez que salta el nombre del escritor austriaco --o sea, cada vez que publica otro libro--, el linchamiento al que la prensa europea le sometió en 1996 con motivo de Un viaje de invierno a los ríos Danubio, Save, Morava y Drina, o justicia para Serbia.
Por atreverse a publicar aquel texto en el suplemento cultural de un periódico alemán, y luego en forma de libro, se le retiró el sustancioso premio Heine que se le iba a conceder, se canceló la representación de una pieza teatral en la Comédie Française, su nombre cayó de todas las quinielas del Nobel de Literatura. Alain Finkielkraut le llamó “monstruo ideológico”, y Salman Rushdie “idiota internacional del año”. Pero lo peor fue que el aura que le realzaba como autor independiente y singular quedó dañada, quizá para siempre, por la sombra de la sospecha: y de pronto sus libros ya podían ser contemplados como las frívolas deposiciones intelectuales de un caprichoso gilipollas que, empujado por un vulgar deseo de notoriedad o por una carencia moral básica, respaldaba a Milosevic y justificaba los crímenes del ejército y la milicia serbia en las guerras civiles yugoslavas, la limpieza étnica, las matanzas de Srebrenica, el asedio criminal de Sarajevo.
Anoche releí el libro supuestamente ignominioso, el Viaje de invierno. Aunque Handke está considerado un finísimo estilista, un maestro de la prosa, tuve que superar ciertas dificultades de comprensión de frases como ésta: “Al querer aclarar el problema estoy apuntando a algo completamente real, real del todo, algo en lo que los modos de realidad, que se enmarañan unos con otros, dejarían adivinar algo así como una trama entre varias cosas”. A saber qué demonios significa este galimatías, como otras construcciones arduas e irritantes que entorpecen la lectura de sus libros.
Salí de su despacho convencido de haber estado hablando con un ser vil y chiflado que a conciencia, fuese por ambición de poder o por fanatismo nacionalista, iba a provocar una guerra y la muerte de muchas personas. Como así fue
Pero más allá de eso he comprobado que, como pensé entonces pero no escribí, allí no vi rastro de ningún crimen intelectual; el autor no ampara, justifica ni niega ningún crimen sino que se hace algunas preguntas sobre a quién interesaba y beneficiaba la destrucción del gran país del sureste europeo, quiénes fueron los provocadores y beneficiarios de aquellas guerras. Pero plantearse esas preguntas significaba cuestionar el relato maniqueísta de unos acontecimientos repulsivos, de los cuales estaba decidido ya desde antes de que empezasen a suceder quién era el culpable y quién la víctima, quién el agresor y quién el agredido.
No excuso a Milosevic ni justifico los crímenes de su ejército, como por cierto tampoco lo ha hecho Handke. Pero recuerdo que en 1990 entrevisté a Franjo Tudjman, presidente de Croacia, durante quince o veinte minutos en Zagreb. Era una de las personas más desagradables que he conocido en mi vida. Acababa de ser elegido, le pregunté por sus proyectos inmediatos y me dijo: “Declarar la independencia”. Le hice ver lo obvio: que eso significaba la guerra civil. Se puso como un energúmeno a gritarme que si la voluntad democrática del pueblo croata, que si la comunidad internacional, que si la ayuda de Europa... Salí de su despacho convencido de haber estado hablando con un ser vil y chiflado que a conciencia, fuese por ambición de poder o por fanatismo nacionalista, iba a provocar una guerra y la muerte de muchas personas. Como así fue. Pero a Tudjman nadie le consideró un criminal, ni le llevó ante ningún tribunal internacional. Era “nuestro hijo de puta”. En fin.
Volviendo a Handke: si la primera parte del libro Viaje de invierno plantea los interrogantes que ya he referido y que le costarían ser satanizado por el mundo intelectual y periodístico europeo, en la segunda parte narra sus impresiones de viaje por Serbia, las cosas que ve y la gente con la que habla, gente común, en la retaguardia, a la que retrata afectuosamente como personas generosas, de buen corazón. Hay algunas imágenes demasiado cariñosas que me parecen cursis.
De la lectura de hace veinte años yo guardaba sobre todo una vaga imagen fantasmal: la imagen de unos varones serbios que pasean por no sé dónde, ensimismados y silenciosos, envueltos en la niebla y como preocupados. Ahora he reconocido fácilmente el párrafo que hace veinte años me impresionó. Es demasiado largo para reproducirlo entero, pero acaba así: “No, a mis ojos no podían ser patriotas serbios o chovinistas; no podían ser feligreses ultraortodoxos, ni monárquicos o viejos chetniks, y menos aún antiguos colaboradores de los nazis, pero también era difícil imaginárselos como partisanos al lado de Tito y luego como funcionarios, políticos e industriales yugoslavos; sólo estaba clara una cosa: que todos ellos, quien más quien menos, habían perdido lo mismo, y que esta pérdida, mientras paseaban por allí, la tenían bastante fresca ante sus ojos sombríos. ¿Cuál había sido la pérdida? ¿Pérdida? ¿No había sido más bien como si les hubiesen estafado brutalmente?”.