Érase una vez un príncipe que quería desposar a una verdadera princesa. Por mucho que viajó y la buscó, no había forma de encontrar a la mujer de sus sueños, hasta que una noche tormentosa llamó a la puerta del castillo una joven, empapada y tiritando, pidiendo refugio. Afirmaba ser de sangre real. "Ya veremos", dijo la madre del príncipe (ya se sabe, las suegras...), y mandó preparar un lecho en el que colocó un guisante y sobre él, tantos colchones como pudo; "si es una verdadera princesa, no podrá descansar bien", sentenció la monarca. Y así fue. A la mañana siguiente la joven se levantó cansada y ojerosa, no dijo nada, pero la reina y el príncipe le insistieron en que explicara qué había pasado y al final confesó que durante toda la noche notó algo que no la dejaba dormir y tenía la espalda magullada. Con ello quedaba probado su rango, digno de un príncipe, el cual se apresuró a casarse con ella. Este cuento (resumido a mi manera) es de Hans Christian Andersen, y fue publicado en 1835, en una época en la que las mujeres debían destacar no solo por su belleza sino también por su delicadeza, para ser consideradas auténticas damas.
Siempre subyace aquel deseo que ha pasado de generación en generación que no es otro que encontrar a ese príncipe azul perfecto que nos está esperando
En nuestro siglo hay muchas princesas que asumen que deben estar y ser perfectas para conquistar a su príncipe azul (según ellas, éstos existen). Y lo hacen de forma pública. Una cadena privada de este país emite desde 2008 un programa en el que los príncipes buscan a sus princesas y viceversa, sentados ellos y ellas en su trono. Son los llamados "tronistas" y las/los candidatos a su corazón son los "pretendientes". Deben superar retos de cualquier tipo (disfrazarse, bailar, hacer cualquier cosa que se les proponga), conseguir cuantas más citas mejor, someterse a las críticas del público presente en el plató, esforzarse en estar guapas/os, pelearse e insultarse si es necesario entre sí, para que el objeto de su deseo se fije en ellas/os y ser el escogido/a. Hay momentos muy tiernos en el programa, "emociones a flor de piel", como suele decir la presentadora, y hasta unos "asesores" que auxilian al que debe escoger. Todo en el nombre del amor, que nadie piense que el hecho de salir en televisión influye nada, así como tampoco que todos los que participan cobran un dinero (tanto los que conquistan, como los conquistados, los que opinan y los que auxilian) y van por las discotecas (cobrando también, claro) para que las/los que les siguen puedan verlos, tocarlos y comprobar que son de carne y hueso.
Y seguimos hablando de igualdad, del cambio de roles, de que no hay más diferencias entre sexos que las que nosotros queramos hacer, pero nuestras hijas e hijos siguen viendo ese programa y, si pueden, se apuntan al casting, porque el caramelo de salir en la tele es muy jugoso y si para ello hay que humillarse un poco, qué más da, todo sea por los quince minutos (o más) de gloria. Y por algo de pasta. Y en el fondo, siempre subyace aquel deseo que ha pasado de generación en generación que no es otro que encontrar a ese príncipe azul perfecto que nos está esperando.
Ojalá la princesa del cuento se hubiera levantado y tras zamparse un buen desayuno sin echar ni una mirada al cursi del príncipe (y menos aún a su madre) se hubiera quejado de la mala calidad de los colchones y de la porquería de hospitalidad que había recibido. Esa sí que habría sido una princesa auténtica. Y colorín, colorado, este cuento se ha acabado.