Hace cerca de siglo y medio que a alguien se le ocurrió decir "un fantasma recorre Europa". Hoy cabe poca duda de que algo mucho más corpóreo recorre nuestra Europa común: una ola de ultraderecha que avanza a pasos gigantes hacia el control de municipios, parlamentos y la cúpula del Estado.
Nunca ha dejado de haber entre nosotros un apego identitario, básicamente reaccionario y hostil a todo lo que viene de fuera, especialmente si es de atezado color. Pero la gran "ventana de oportunidad" se llama crisis de los refugiados, que viene a producirse en medio de una crisis económica que ha diezmado a las clases medias y ha empobrecido aún más al petit blanc o blanco pobre, con el resultado de una xenofobia creciente contra el inmigrante, y muy especialmente de origen musulmán, al que se culpa de todos los males, empezando por el desempleo y caída de los salarios al terrorismo. Así como un euroescepticismo o desconfianza creciente hacia la Europa de la globalización, deshumanizada, y bajo el dominio de los mercados.
Uno de los datos singulares del presente advenimiento es la relativa igualación entre el Este y el Oeste. De Finlandia o Dinamarca a Italia; de Gran Bretaña a Austria, Hungría, o Grecia, sin olvidar la propia URSS, donde nostálgicos del comunismo nutren las filas del Partido Liberal Democrático panruso liderado por Zhirinovski. Pero Europa hay más de una. Y si bien las medidas de puerta cerrada contra los inmigrantes, la salida del euro, la defensa de los signos identitarios como nación o medidas proteccionistas contra los excesos de la globalización y liberalización económica, son suscritos por casi todas ellas, muchas son también las diferencias. Las ultraderechas europeas son todas hijas de su padre y de su madre y no tan idénticas como el fenómeno visto de fuera puede hacer suponer. El Brexit británico, impulsado por el UKIP, es una reacción esperable ante la crisis europea de un país que siempre ha estado con la vista puesta más al otro lado del Atlántico que en el continente. En Austria, en cambio, país donde nació Hitler, y donde las últimas elecciones han demostrado cuan cerca ha estado el FPÖ de hacerse con la presidencia, ha habido siempre un voto con sombrero tirolés o etnocentrista que recuerda al nazismo. Las doctrinas supremacistas las encontramos también en el NPD de Alemania, o los Verdaderos Finlandeses. Aunque han borrado de su vocabulario el tan denostado lenguaje antisemita, lo han sustituido por una islamofobia y un lenguaje en el que inmigrante y terrorista son términos intercambiales. Tambien han ido prescindiendo de la siniestra parafernalia militar nazi y fascista, con sus saludos a mano alzada y la estrella gamada. A excepción de los más extremistas como el Jobbik húngaro y el Amanecer Dorado griego, en los que todavía persisten esos aspectos, los nuevos ultras ponen el énfasis en la cultura propia, la identidad nacional y los valores.
Las ultraderechas europeas son todas hijas de su padre y de su madre y no tan idénticas como el fenómeno visto de fuera puede hacer suponer
El Frente Nacional francés de la familia Le Pen es el mejor ejemplo de un nuevo modelo de ultraderecha.
Tras tomar el relevo de Jean-Marie Le Pen --quien no hace tantos años afirmaba que el holocausto había sido "una anécdota de la II Guerra"--, su hija Marine erigió en anatema la execración del pueblo judío.
Entrar en disquisiciones de si el FN es mejor o peor que otros movimientos de extrema derecha en Europa es superfluo. Pero sí distinto. En los mítines del FN se ha cantado siempre La marsellesa. Eso no absuelve pero distingue. Igual que la presencia de negros y norteafricanos, bien que siempre de nacionalidad francesa. Ese es el quid de la cuestión, una línea roja que el sentimiento de galicanidad no permite traspasar. No es el color de la piel o procedencia donde se pone aquí la raya como en otros partidos ultras, si no en el sentimiento o voluntad de pertenencia a una cultura y nación de la que Francia hizo en otro tiempo bandera en sus colonias, tratando de llevar su educación y valores a otros pueblos. Por ello, es aquí el velo y otros símbolos religiosos los que se ven como un ataque a la laicidad que forma parte de los valores fundacionales de la democracia francesa.
El Frente Nacional corre hacia su homologación europea, a convertirse en el modelo y fiel de la balanza de los otros ultraderechismos. El año que viene la señora Le Pen tiene muchas posibilidades de pasar a una segunda vuelta de las presidenciales francesas, con un resultado cercano al 50% como el que obtuvo Höfer en las recientes presidenciales austriacas, sólo que en Francia, por el peso que tiene en Europa, sería mucho más grave.