Uno de los símbolos de la intolerancia asociado con la Inquisición moderna es la quema de libros. A menudo se recuerda, erróneamente, esta práctica reproduciendo el famoso cuadro de Berruguete en el que Santo Domingo y varias personas presencian un prodigio. En esa tabla conservada en el Museo del Prado no se representa una quema de libros sino la prueba del fuego. Los libros son pintados como objetos animados, los ortodoxos se salvan elevándose en el aire y los heréticos, incapaces de levantar el vuelo, perecen en las llamas.
Es un mito que la Inquisición destruyese libros de manera multitudinaria e indiscriminada. Algunos libros prohibidos eran quemados en momentos muy concretos en los que la institución necesitaba reforzar la imagen de su autoridad ante el común de los fieles y ante otras elites que cuestionaban su poder. Ni siquiera los inquisidores se molestaban en rasgar o en encender una pira, para eso estaban los alguaciles y demás subalternos del Santo Oficio.
Los dirigentes de la CUP ya no quieren ni siquiera ser mártires, sino sacerdotes guardianes de la verdad absoluta, la única, la de la Nación y sus súbditos lliures y antifeixistes, hasta los ciudadanos les estorban
Años atrás los ejecutores de quemas de constituciones, de banderas españolas o de imágenes impresas del monarca eran individuos enmascarados. Poco a poco han perdido el miedo a ser identificados y ya se muestran a cara descubierta. La matinera Moliner i Ballesteros quemó un ejemplar de la constitución del 78 en la televisión del régimen. En Rubí el pasado 6 de diciembre fue protagonista una figura de jubilado con mechero y garrota en mano. En Bellpuig también prefirieron calentarse con una foto del Rey. Y Garganté ha optado por decapitar, recordando simbólicamente a Robespierre y al terror jacobino. Todos banderilleros, subalternos taurinos que salen al ruedo para después parapetarse tras la barrera.
Ahora, superando incluso a los tenebrosos inquisidores, los diputados y las diputadas de la CUP han pasado a la acción y han rasgado las fotos de Felipe VI en una suerte de damnatio memoriae interrupta. Han preferido quedarse en la iconoclasia, equivocadamente convencidos de que los españoles somos iconódulos.
El gesto de los diputados y diputadas tiene una lógica espiritual enemiga de la imagen y delata una teología civil con un principio incuestionable: no es Cataluña la que ha creado la CUP, es la CUP la que ha engendrado Cataluña, la de la desobediencia legitimada. Ya no quieren ni siquiera ser mártires, sino sacerdotes guardianes de la verdad absoluta, la única, la de la Nación y sus súbditos lliures y antifeixistes, hasta los ciudadanos les estorban.