Pensamiento

El componente demagógico ahoga la política

24 agosto, 2015 02:18

Hace tiempo que la publicidad comercial con sus técnicas y tácticas ha cubierto y embrutecido la propaganda política, cuyo fin legítimo es dar a conocer ideas, posicionamientos, programas... de las distintas formaciones que concurren a las elecciones en el sistema democrático. La derrota de la propaganda como medio directo de difusión, principalmente de ideas, ha sido total.

Hoy la publicidad mantiene una cierta aureola de dignidad, de palabra aceptable, de actividad profesional codiciada, y eso a pesar de lo invasora, cargante, mendaz y del bajo nivel que acostumbran a tener muchas de sus manifestaciones. Incluso las instituciones recurren a lo que viene denominándose “publicidad institucional”, que en verdad debería llamarse “propaganda institucional”.

El resultado no puede ser otro que la confusión de lo secundario con lo esencial, y el apoderamiento de la política por la demagogia

La Asociación para la Autoregulación de la Comunicación Comercial en una página de autopublicidad, insertada en distintos periódicos, acierta con la identificación del lugar que ocupa este arte específico de la manipulación: “La publicidad forma parte de nuestra vida” (sin haber sido invitada, luego es un “estar” impuesto).

En cambio, la propaganda, tanto el nombre como la acción, aparece denigrada, hasta el punto de que un político que trate de explicar su posición en público puede verse acallado por un estentóreo “eso es propaganda”. El mismo político se sentirá a salvo y cómodo si recurre a un ejército de asesores (creadores de imagen, sicólogos, analistas de encuestas, modistas o sastres, “lookistas”, repetidores...), que publicitarán sus palabras del mismo tenor que las rechazadas hasta convertirlas en un producto comercial más, dirigido no a ciudadanos libres, sino a consumidores de política fácil.

En publicidad, el anuncio tiene que impactar de alguna manera para atraer la atención cada vez más esquiva del potencial consumidor. Esa técnica se traslada al “anuncio político” ante una ciudadanía también esquiva y cada vez menos capaz de concentrarse en ideas complicadas.

De ahí que los políticos en celo electoral utilicen para impactar palabras altisonantes, detalles personales característicos (una coleta, una camiseta...), latiguillos, simplificaciones imposibles de la complejidad, gesticulaciones y gestos estudiados (bajarse el sueldo, viajar en metro para desplazarse a la sede de la institución, vestir y calzar informalmente, remover bustos...).

El resultado no puede ser otro que la confusión de lo secundario con lo esencial, y el apoderamiento de la política por la demagogia “fomentada en la utilització de mètodes emotius i irracionals per a estimular els sentiments dels governats perquè acceptin promeses i programes d’acció impracticables”. Hasta aquí la definición de “demagògia política” que ofrece el Diccionari de la Llengua Catalana del Institut d’Estudis Catalans, y que viene como anillo al dedo al montaje independentista de la Generalitat de Cataluña y sus colaboradores mediáticos y civiles.

El colmo de la desfachatez se da cuando la astucia y el engaño sistemático se elevan a la categoría de técnicas legítimas para influir en la credulidad del elector

Hay más, el colmo de la desfachatez se da cuando la astucia (ardid para lograr un intento) y el engaño sistemático se elevan a la categoría de técnicas legítimas para influir en la credulidad del elector. La máxima “El fin justifica los medios” había sido condenada por le ética kantiana. Los voraces ideólogos del independentismo la han recuperado, dando así un nuevo salto atrás).

La ciudadanía masa agobiada por el paro o el temor al paro, el consumismo publicitado por toda suerte de medios, el entretenimiento de las múltiples pantallas, el escapismo del espectáculo deportivo, en particular el fútbol, con más audición y seguimiento que en tiempos de Franco, pide simplificación --y que esté más cerca del simplismo que de la claridad. Y se la pide al político que, en general, se presta al juego. En este sentido, y para subrayar con un ejemplo lo dicho: en los extremos del arco político de la representación pública de la política se hallan Pablo Iglesias, showman de plató televisivo, que se interpreta a si mismo ("tic, tac, tic, tac...") y Ángel Gabilondo, el político pedagogo que conecta con la noble función formativa del político, el estadio anterior a la función representativa.

Cómo romper este círculo infernal de la responsabilidad de la ciudadanía masa, que pide política simplista, acepta la demagogia y se entrega al populismo, nacionalista o izquierdoso, y de la responsabilidad del político que se somete (muchos, con gusto) a las demandas de política medida por el rasero más bajo. Todo ello con la complicidad entusiasta de la mayoría de los medios de comunicación, sobre todo de las televisiones públicas (TVE y TV3) que se decantan sin rubor en su manipulación publicitaria a favor de un solo producto (Mariano Rajoy y Artur Mas, respectivamente).

El empobrecimiento de la democracia, y con éste el de la convivencia, está llegando a extremos insoportables, tal vez irreconducibles, la feliz expresión utilizada, al parecer, por el Rey para calificar el comportamiento desatinado del ungido por unos electores probablemente entre los más crédulos de España.

La democracia representativa es un sistema político con grandes virtudes, y algunos defectos, muy exigente con el “demos” que la ejerce, pero difícil de gestionar bien para que su funcionamiento sea razonablemente eficaz y permita, según las alternativas políticas, una redistribución de la riqueza producida por la economía. Requiere, además, bajas dosis de credulidad del elector, y, aún menos, de ignorancia del votante. En pocas palabras más Gabilondo y menos Iglesias, Rajoy, Mas...