La sonrisa de Mas
Como ciudadano de este país me dolió ver al Rey aguantando estoicamente la exhibición de fanatismo y odio que tuvo lugar el pasado sábado en el Camp Nou. Quizá el Rey de España tendría que haber hecho como Jacques Chirac, que en el año 2002, cuando todavía era presidente de la República francesa, abandonó el palco del estadio donde se celebraba la final de la Copa de Francia, a raíz de una pitada parecida contra la Marsellesa. Pero, para bien o para mal, España no es Francia. Y, si el Rey llega a abandonar el palco del Camp Nou, ahora todavía habría algún iluminado que lo acusaría de catalanofobia por no haber escuchado respetuosamente la voz del pueblo de Cataluña. España no nos quiere, no escucha nuestros pitos y encima el Rey se desentiende. ¡Ha llegado la hora!, ¡Vayámonos! ¡Por dignidad!, bramarían. Tal es el grado de insania de nuestro debate público.
A diferencia del Rey, Mas no es consciente de la posición institucional que ocupa, ni del contexto en el que afortunadamente le ha tocado vivir
Pero el monarca no se fue, aguantó impertérrito la falta de respeto de unos miles de intemperantes hacia millones de ciudadanos que nos sentimos representados por lo que en esencia representan tanto el Rey como el himno de España, esto es, el régimen de derechos y libertades que garantiza la Constitución del 78. Ahora bien, si como español me dolió ver al Rey pasando el trance, como catalán me avergüenza la actitud fachendosa del presidente Mas con su sonrisa ufana, tan acostumbrado a confundir las multitudes con todo un pueblo. Su sonrisa denota que Mas ha perdido definitivamente el oremus.
Es evidente que, a diferencia del Rey, Mas no es consciente de la posición institucional que ocupa, ni del contexto en el que afortunadamente le ha tocado vivir. Además de ser el máximo representante del Estado en Cataluña, Mas es el presidente de la Generalitat de Cataluña y no de una de sus particularidades, ni la secesionista ni ninguna otra fracción del pueblo catalán. Su mueca burlesca es una ofensa para los millones de catalanes que no compartimos el odio a España que se desprende de la pitada que tanto le place al president. Es por ello por lo que su actitud es impropia de su cargo. Sea como fuere, no hay duda de que lo que pretendía Mas era enviar un mensaje de radicalismo a su menguante electorado. De lo contrario, no se explica que alguien que ha llegado a presidente de la Generalitat no tenga la capacidad de contener, aunque solo sea por decoro institucional, sus filias, fobias y pasiones. No se explica de ninguna manera que no sea capaz de adoptar un semblante circunspecto ante tamaño ultraje, no ya ante el Jefe del Estado del cual el propio Mas es representante -que eso debería ir de suyo-, sino ante cualquier jefe de Estado de cualquier país democrático. Preferiría pensar que Mas está haciendo campaña, pero, insisto, en cualquier caso su actitud denota que ha perdido el oremus. Él no es el líder de un ejército popular de liberación nacional en el contexto de un Estado dictatorial, ni de una banda de guerrilleros cuyo objetivo sea derrocar un régimen totalitario.
En tal caso, su sonrisa no solo sería legítima, sino que sería loable por su valentía ante el opresor. Pero en el contexto de un Estado democrático de Derecho como el nuestro, que garantiza los derechos y libertades fundamentales de sus ciudadanos en cuanto ciudadanos, así como la autonomía de las nacionalidades y regiones que lo integran, la sonrisa de Mas ante el escarnio al Rey resulta, sencillamente, grotesca. Es un gesto todo menos valeroso. Se pavonea, precisamente, ante el Jefe del Estado que ampara su libertad de expresión. Un valiente, ¡claro que sí! Josep Pla decía que el expresidente Pujol era un “milhombres de gran ambición política”, y ya se sabe que de tal palo, tal astilla.
Su sonrisa denota que Mas ha perdido definitivamente el oremus
Pero no cante victoria, president. La exaltación del odio a España del pasado sábado no representa ni mucho menos al pueblo de Cataluña, ni siquiera a la afición del Barça. Se entiende su complacencia, porque al fin y al cabo la pitada refleja la aversión a España que ustedes se afanan en normalizar desde las instituciones. Baste recordar la segunda toma de posesión de Artur Mas, en la que el retrato del Rey Juan Carlos I aparecía tapado por un telón negro. La pitada, efectivamente, es un éxito de los agitadores del resentimiento, pero ellos mismos cometerían un gran error magnificando el alcance de la cizaña que llevan años sembrando a lo largo y ancho de Cataluña, por muchos decibelios que consigan. Por suerte, Cataluña es mucho más que diez mil pitos. También lo es el Barça.
Hasta aquí mi opinión sobre la actitud provocadora de Mas, que para mí es con mucho lo más preocupante de lo que ocurrió el sábado. En cuanto a la pitada, me remito a lo que dije ayer en La Rambla de BTV, cuando el presentador del programa, Daniel Domenjó, me preguntó si lo consideraba un ejercicio de libertad de expresión o una manifestación de odio. “Ambas cosas”, respondí. Ya he dicho que me dolió que el Jefe del Estado tuviera que aguantar el chaparrón, y añado que me desagrada profundamente ver cómo miles de conciudadanos pitan el himno de mi país, pero creo, sinceramente, que estamos ante uno de los peajes que hemos de estar dispuestos a pagar para disfrutar plenamente de la libertad de expresión. Tocqueville reconoce que no profesa por la libertad de expresión “ese amor completo e instantáneo que se otorga a las cosas soberanamente buenas por su naturaleza”. Y añade: “La quiero por consideración a los males que impide, más que a los bienes que realiza”. Estoy de acuerdo.