Pensamiento

Contra el laberinto de la ley de lenguas (I)

31 marzo, 2015 08:49

Me ha resultado decepcionante la reflexión que ha hecho Mercè Vilarrubias sobre la cuestión lingüística en España y las medidas necesarias para superar el conflicto. Lo ha hecho en dos artículos, “El Estado frente al conflicto lingüístico” (I) y (II) publicados en Crónica Global el pasado mes de marzo, y un tercero en El País, “Todas las lenguas de España”. La decepción aún es mayor porque deja entrever que un grupo de intelectuales no nacionalistas podrían estar interesados en llevar la reflexión a una Ley de Lenguas inspirada en tales ideas.

Yerra incluso en el diagnóstico de la solución: hace ya muchos años que fracasaron las medidas de contención del nacionalismo

Y digo decepcionante, porque Mercè Vilarrubias es persona ecuánime y preparada, que ha demostrado sobrado sentido común sobre la inmersión lingüística en Cataluña con un libro imprescindible para cualquiera que pretenda saber algo sobre el particular, 'Sumar y no restar'.

Su diagnóstico se puede reducir a estas dos premisas: los nacionalistas se han adueñado de la gestión de las lenguas regionales en exclusividad y, como consecuencia, han abusado de su monopolio; el Estado se ha inhibido ante el abuso.

El diagnóstico es básicamente correcto. Sobre todo en el caso catalán. No así la receta para resolver el problema.

Como solución, no recurre a aplicar la Constitución, ni a defender el derecho que tiene todo ciudadano español a utilizar y estudiar en su lengua habitual, ni siquiera a exigir el cumplimiento de las sentencias judiciales que reiteradamente dan la razón a los padres que prefieren una educación en español o bilingüe para sus hijos. Muy al contrario, se fija y teme la capacidad de intimidar de los nacionalistas, y facilitarles, con ánimo de neutralizarla, una Ley de Lenguas a su medida para convertir al catalán, al vasco, y al gallego en lenguas oficiales, junto al español en todas las instituciones del Estado. O sea, trueca el bilingüismo territorializado actual en plurilingüismo generalizado. Con esa medida, pretende dejar sin argumentos morales al nacionalismo, e implicaría -asegura- arrebatarle la representación, defensa y gestión en exclusividad del catalán. ¿Ingenuidad o error? Las dos cosas.

De salida, parte de un error de apreciación. Localiza el problema en el descontento de los nacionalistas, y busca cómo complacerlos, cuando en realidad el problema está en la merma de derechos lingüísticos que sufren millones de ciudadanos, no en buscar cómo reducir la ira de los nacionalistas. Porque de esto se trata, de eliminar el abuso y restituir los derechos mermados de los ciudadanos excluidos, no de contentar a los que los excluyen.

De ahí su grave error, confunde la defensa de los derechos ciudadanos con el enfado coyuntural de los nacionalistas, que interioriza como problema, y como consecuencia recurre a paños calientes para contentar a quiénes no quieren ser contentados. El fin parece instrumental, atraer hacia posiciones bilingüistas a muchos catalanes que siguen atrapados en el discurso victimista del nacionalismo.

Yerra incluso en el diagnóstico de la solución: hace ya muchos años que fracasaron las medidas de contención del nacionalismo. Produce ternura, y más conociendo su buena fe, creer que tiene la piedra roseta para desactivar al nacionalismo. Antes, muchos otros, han caído, hemos caído en ese error. Al nacionalismo no se le embrida. Por una razón elemental, porque sus objetivos no son convivir en igualdad de derechos lingüísticos con los castellanohablantes sino imponer su lengua como tótem de la identidad sobre la que poder construir una nación. A falta de razones, imponen identidad lingüística. Un instrumento pasajero a la espera de lograr el objetivo. Otros pueblos han recurrido a la religión, los más a delirios románticos, incluso algunos se han considerado el pueblo elegido de Dios. ¡Con un par!

Cuando uno no vive como piensa, acaba pensando como vive

Si reparamos, el diagnóstico del problema está distorsionado por la atmósfera asfixiante del nacionalismo. Permítanme una comparación odiosa. Demasiadas veces la pareja maltratadora encuentra en su víctima un colaborador necesario debido a la dependencia emocional, al chantaje económico, al temor, o a cualquier otra circunstancia que la encadena al verdugo. Es desolador comprobar cómo el síndrome de Estocolmo puede llevarnos a darle atención prioritaria al secuestrador, en lugar de combatirlo. No se trata de contentarle, sino de reducirle; no hay que temer que se solivianten por temor a que consideren nuestra firmeza "mano dura", y que "el remedio sea peor que la enfermedad", sino de imponer el imperio de la ley. Uno tiene que saber quién es y actuar en consecuencia. Si uno vive preso de la mirada de los demás, acaba viviendo la vida de los otros, no la propia. Que es precisamente lo que muy a menudo pasa en Cataluña a causa del acoso político del nacionalismo. Aliena y erosiona todo cuanto contamina. El poeta José Hierro lo dejó escrito con palabras hermosas: cuando uno no vive como piensa, acaba pensando como vive.

Esa novedosa Ley de Lenguas Oficiales, déjenme sospechar, nacería vieja. Pretende hacer oficiales al catalán, vasco y gallego fuera de su ámbito territorial. Si reparamos, esa cesión al nacionalismo para evitar males mayores, sólo aplazaría el problema. Una vez abierta la veda, ¿cuánto creen que tardarían en reivindicar el mismo estatus los impulsores del bable, de la fabla o de los innumerables dialectos que pueblan nuestra geografía?

Es curioso que, por contentar a un sector monolingüista de la periferia, cargue al resto de españoles con la obligación de dedicar ¾ partes de su educación general, al aprendizaje de lenguas regionales. Y multipliquen por mil los conflictos lingüísticos entre partidarios del antojo nacional. No me quiero imaginar la de recursos judiciales que surgirían en las distintas instituciones a causa de no ofrecer en cada caso disponibilidad lingüística por las cosas más nimias. Porque el derecho no se limitaría a que en el Congreso de Diputados hubiera la posibilidad de hablar en todas las lenguas regionales distintas de la lengua común de todos los españoles, sino su disponibilidad en el ayuntamiento más pequeño, la institución más insignificante, o la escuela más remota de toda España. Así que en Cataluña, tendríamos el problema actual, más el que surgiría de la exigencia de disponibilidad del gallego, vasco, y en su caso de todas las demás lenguas que se considerasen con el mismo estatus. Ese problema en Olot, se replicaría en Santiago de Compostela con el catalán o el vasco o en Sevilla con el vasco, el catalán y el gallego. ¿Se resolverían así los problemas lingüísticos en España, o se multiplicarían?

¿Cuantas más lenguas, mejor?

Quizás el mayor error en que cae la propuesta de plurilingüismo generalizado sea la sacralización ecológica que se hace de las lenguas. A sabiendas que es uno de los tabúes más propagados por la sociolingüística nacionalista, es preciso plantearse esa superstición generalizada de "cuantas más lenguas mejor". En 2011 reflexioné sobre ello en 'Babelizar para confederar'. Dicho de modo más directo, la enmendé. Por entonces se planteaba convertir el Senado en cámara territorial y plurilingüe. Mercè Vilarrubias y sus colegas, pretenden ahora generalizarla a todas las instituciones del Estado. El modelo me servirá aquí para cuestionar las bondades del plurilingüismo generalizado en un Estado donde disponemos de una lengua Franca.

Decía entonces en 'Babelizar para confederar': la ocurrencia de utilizar las lenguas regionales en el Senado nos ofrece una oportunidad inmejorable para desvelar uno de los males que nos aquejan como nación: el trueque de la política como instrumento de racionalización de recursos y necesidades por la dramatización de emociones con fines identitarios.

La proliferación de lenguas no aporta más comunicación, sino mayores dificultades para relacionarse

Sólo a una mente ajena a esta superstición identitaria le puede pasar desapercibida la sutil diferencia entre lo que es un legítimo derecho a utilizar las lenguas regionales en el Senado y su función comunicativa. No parece lógico que teniendo una lengua común dominada por todos, se simule no conocer y se asuma la molesta traducción simultánea y su coste. Es evidente que no es la función comunicativa la que justifica tanta incomodidad, sino su función simbólica. La lengua para los nacionalistas no es un instrumento de comunicación sino de identidad. Con su utilización en el Senado no se gana en entendimiento, se marca territorio. Lo que el sistema constitucional no permite, o sea, convertir el Estado autonómico en Estado plurinacional, lo consigue de facto la traducción simultánea. Los nacionalistas han ganado todas sus batallas desde la restauración de la democracia adueñándose de las palabras, definiendo las cosas y ocupando los espacios culturales desde la escuela a los medios de comunicación (la hegemonía cultural de Gramsci). El resto, o sea, el poder y los cambios legislativos, serán consecuencia de una situación sociológica macerada, subvencionada y, si es preciso, forzada para convertir en inevitable lo que previamente ha sido normalizado. Llámese inmersión lingüística, exclusión de la bandera española de los edificios públicos o cesiones del IRPF asimétricos.

Dos son los fundamentos en que basan los nacionalistas el derecho a utilizar las lenguas regionales en el Senado: la pluralidad lingüística es una riqueza cultural y el coste de la traducción simultánea es rentable por su capacidad para reducir las tensiones territoriales. Hay un tercero que flota entre la utilización interesada y la añoranza del multilingüismo: las lenguas regionales, como españolas que son, no pueden ser excluidas de los organismos oficiales.

Por un lado, la diversidad lingüística no es una riqueza, es un estorbo. La proliferación de lenguas no aporta más comunicación, sino mayores dificultades para relacionarse. Precisamente por eso, uno de los méritos que hoy día se valoran más en el currículum es el dominio de idiomas; no porque añadan más conocimientos, sino porque ponen en comunicación conocimientos encriptados por culpa de la diversidad lingüística. Las lenguas son una barrera al intercambio de conocimientos, más que una fuente de ellos. Y en muchos casos se dedican más horas a descodificar esos códigos lingüísticos, es decir, a estudiar lenguas, que a ensanchar el conocimiento científico distinto del que ellas generan sobre sí mismas. El que el aislamiento ancestral de las comunidades humanas haya dado lugar a lenguas diferentes no significa que su consecuencia sea beneficiosa para el entendimiento humano. Deben ser respetadas, pero no sacralizadas como si fueran especies en extinción. Precisamente cuando el hombre ha tenido oportunidad de amoldar la naturaleza a sus intereses, ha universalizado códigos. El metro es una consecuencia y el STOP otra. ¿La diversidad de cargadores de móviles nos aporta más y mejor servicio que si tuviéramos uno idéntico para todos los teléfonos? ¿El ancho de vía español diferente al europeo nos hace mejores, más felices, ricos o libres, o nos entorpece y encarece el mercado de comunicaciones? Conducir por la derecha o por la izquierda es indiferente, pero no tener universalizado el criterio genera incomodidades, y a veces riesgos. El tener los mismos significantes en matemáticas nos facilita su comprensión inmediata a todos los humanos. Un chino, un egipcio, un español y un americano poseen el mismo código matemático. En ese idioma son hablantes de la misma lengua. Como la música, es un lenguaje universal con el que podemos hacer creaciones infinitas. Todos hemos sufrido las incomodidades en países diversos por no contar con enchufes homologados universalmente. Los únicos beneficiados son los fabricantes y marcas que controlan esos mercados fragmentados. A los clientes nos cuesta la reconversión dinero e incomodidad. Y por supuesto, la falta de una lengua franca a nivel mundial nos incomunica de forma dramática a la mayoría de los humanos. Se ha intentado en varias ocasiones, pero los intereses de las más dominantes siempre lo han impedido. El esperanto fue el último ideal que no cuajó. Hoy, sin embargo, hay tecnología suficiente, internet y medios audiovisuales capaces de unificar fonética, sintaxis y gramática a partir de patrones diáfanos que los niños los aprenderían a través de canciones y juegos en todo el mundo con la misma eficacia que las lenguas maternas. La lengua escogida es lo de menos, una, la que sea, capaz de servir para comunicar de la forma más universal posible la mayoría de matices y visiones de la humanidad. Esa sería nuestra lengua de trabajo, obligatoria para todos; el resto de lenguas, podrían seguir utilizándose en sus ámbitos respectivos sin mayor problema y total libertad. Ellas salvarían el patrimonio lingüístico de la humanidad, pero la común la cohesionaría y la haría posible. Simplificaríamos el coste en aprendizaje de lenguas. Con la lengua universal tendríamos bastante, el resto sería cuestión estrictamente personal, al gusto del consumidor. Derecho y libertad para utilizarlas, pero no para imponerlas a nadie. Por supuesto, con todo el tiempo necesario para llegar a su dominio. Seguramente nos costaría varias generaciones, pero en solo una se podría poner en marcha de forma experimental y no obligatoria.

Los beneficios en paz social de la traducción simultánea en el Senado, asegura el otro argumento nacionalista, son superiores al costo por garantizarla, dicen. Desde luego, 350.000 euros al año no sería coste excesivo si con ello se reducen las tensiones políticas, pero el problema es que ese precio servirá para agravar las tensiones, no para disolverlas. ¿Por qué? Porque la reivindicación nacionalista no busca mayor eficacia comunicativa, sino voluntad de borrar el estatus de lengua común de la española y evidenciar que todas las lenguas están al mismo nivel, para hacer visible e inevitable por contagio lógico que España es una confederación lingüística y por ende, un Estado plurinacional. Bilateralidad primero, Estados estancos después. Vuelta a la mentalidad feudal para imponer al Rey sus condiciones cada vez que les interese. No es una metáfora, Jordi Pujol en 1994 habló de reconvertir España en diversos Estados confederados, con la Corona como único nexo de unión. La murga secesionista de sus herederos políticos me la ahorro, ya la conocen.

En cualquier caso, si tomáramos en consideración la oferta del pluralismo generalizado, habríamos de extender a todas las instituciones del Estado "¿importantes?" el pinganillo burocrático para garantizar la traducción a su lengua territorial a todo ciudadano español que lo solicitase. Si así fuere, los costos se dispararían. A modo de ejemplo: uno de los presupuestos más abultados del Parlamento de la Unión Europea es el dedicado al multilingüismo. Se lleva más de un tercio de todo el presupuesto de la Eurocámara. Solo en cuestiones de traducción en 2005, el Parlamento europeo se gastó 1.123 millones de euros, es decir, la friolera de 186.418 millones de pesetas para traducir 24 idiomas oficiales, y aún así dejan fuera a otras muchas lenguas. Por ejemplo, la totalidad de las lenguas regionales españolas, cosa por otra parte injusta, porque tienen más hablantes que alguna otra actualmente oficial.

Uno de los presupuestos más abultados del Parlamento de la Unión Europea es el dedicado al multilingüismo

Sin embargo, el espíritu europeo que lo inspiró, considera que el presupuesto dedicado a la representación lingüística es imprescindible para la cohesión social y la conexión con los electores. Sin lugar a dudas, todos tienen derecho a estar representados y a ser atendidos en su lengua, pero si es tan imprescindible ¿por qué no se hace con todas? Simplemente porque se comería el presupuesto y los procedimientos serían prioritarios a la solución de los problemas. Así lo que es una herramienta, se convierte en un fin, y éste, en un obstáculo para la dedicación completa a los problemas reales.

A la luz de esta Torre de Babel y de euros derrochados de la UE, no es extraño añorar una lengua franca como lo fue el latín en el pasado. En España, sin embargo, la tenemos, pero no la valoramos.

La añoranza del multilingüismo, finalmente, es interesada. España no es un país multilingüe, como tampoco es confederado. Es decir, no hay territorios con una sola lengua, aunque los nacionalistas quieran forzarlo. Lo es por ejemplo Suiza, con el alemán, el francés, el italiano y el retorrománico, circunscritos cada uno mayoritariamente a sus cantones. Y con muchas excepciones. Pero en España tenemos un idioma común, hablado por todos y oficial a todos los efectos en todos los territorios de España. Es evidente que esta situación de facto y jurídica no gusta a los nacionalistas, lo cual no justifica que los demás debamos negarnos a ver sus bondades. ¿A quién perjudica esa lengua franca? Únicamente a quienes quieren convertir la lengua que ellos consideran propia de su territorio, en la única.

Llevamos demasiado tiempo aturdidos, confundidos, muy desorientados por el chantaje emocional del nacionalismo en cuestión de lenguas. Las han tomado como un peaje que hemos de pagar todos los españoles en nombre de un pasado donde las lenguas regionales fueron zaheridas. Como tantas otras cosas, no vayamos ahora a pensar que los derechos laborales, el sufragio femenino, la escuela pública, las libertades políticas o la justicia social salieron mejor paradas en el pasado. Y no por eso existen hoy territorios o grupos sociales que nos obliguen a pagar peaje en su nombre más allá de la igualdad de derechos que la Constitución consagra. Incluidos los derechos lingüísticos. Y eso se debe acabar, los derechos lingüísticos son derechos, y son para todos, no sólo para quienes se han auto otorgado la consideración de víctimas en nombre de un pasado del que no somos responsables ninguno de nosotros.

Retorno al argumento. Una cosa es otorgar derechos constitucionales a las lenguas regionales en sus respectivos territorios y servirse de ellos para garantizar su enseñanza y uso a cualquier ciudadano que así lo quiera, y otra muy distinta, convertir las numerosas lenguas regionales en un laberinto lingüístico con escasa eficacia y muchos problemas. El argumento se puede rebatir, pero no conjurar. Y sobre todo, simplificar. La disculpa de asegurar el bilingüismo que recorre los tres artículos cae en esos dos errores: conjurar y simplificar.

P.D. Después de escribir este artículo, he visto que la autora del debate, Mercè Vilarrubias ha avivado el debate con un nuevo artículo para contestar a las críticas vertidas por Marita Rodríguez a su propuesta de plurilingüismo generalizado a todo el Estado. La niebla interpretativa que dejó en los tres primeros, es agua transparente en este último. En la peor dirección. Merece una contestación pormenorizada, párrafo a párrafo. En una segunda entrega.