Del PODER a los poderes…
Todos los partidos políticos, sin distinción, aspiran a conseguir el PODER (sic, sí, porque en el imaginario de todos ellos siempre se ha escrito con mayúsculas, para hacerles creer a los electores en la pervivencia de uno de los atributos de la divinidad, instancia a la que los partidos sustituyen desde una óptica laica, la omnipotencia), aunque, como aspiro a mostrar en esta reflexión, en la realidad que cae fuera de los discursos, los eslóganes y las menguadas ideologías que por él compiten, el PODER se ha de escribir con las humildes minúsculas de andar por casa.
Las relaciones verticales de PODER han sido sustituidas por relaciones horizontales, aún escasamente comprendidas o valoradas por unos políticos que viven todavía en el sueño antiguo del Príncipe maquiavélico
Aún escuece entre el electorado, creo yo, el repertorio de promesas incumplidas por el PP apenas fue elegido, con desinformada ilusión, por once millones de votantes. El PODER, del que Podemos ha hecho recientemente “marca” electoral, no se reveló, en el caso del PP, con suficiente fuerza como para materializarse de modo que casaran las promesas y los hechos. La famosa derrota convertida en medalla: “Hemos hecho lo que se tenía que hacer” (traducido: “hemos hecho lo que nos han dicho que hagamos”), no puede ocultar el trecho inmenso que hay entre lo prometido a los votantes y lo incumplido; entre la demagógica concepción del PODER y su discreto, banal y gris ejercicio.
El para qué, la finalidad de ese legítimo objetivo que es la conquista del PODER, sería lo que marcaría las diferencias entre los partidos, si bien, como muestra la presente legislatura, ni siquiera una mayoría absoluta ha sido capaz de conseguir que viéramos la magnífica cola de pavo real de ese PODER anunciado, y que se ha venido ejerciendo de tal manera que lo único que se ha conseguido ha sido empeorar las condiciones de vida de los votantes con menos recursos, y manifestarse en ámbitos de la vida social en los que ninguna necesidad había de que se ejerciera, como la ley mordaza, la de montes y costas para facilitar la especulación o la afortunadamente fallida del aborto. Y sin que se ejerciera para atajar el drama de los desahucios, por ejemplo.
“Cuando lleguemos al poder…”, anuncian y/o prometen los líderes bonanovistas de todos los partidos con un entusiasmo solo parejo a su ingenuidad y/o a su mendacidad; pero los electores descubrirán que aquello que Guerra prometió con frase desgarrada: “El día en que nos vayamos, a España no la va a conocer ni la madre que la parió”, no fue más que eso, una frase más, poco lúcida, del repertorio de las muchas que han jalonado la historia de nuestra democracia actual, porque la ineficacia de la acción política en España es algo que, en efecto, se conoce desde la madre que la parió, como la Historia ha dejado sentenciado.
Lo propio sería hablar de “poderes”, como cuando nos referimos a la estructura del estado: legislativo, ejecutivo y judicial. Porque lo propio del PODER en este primer tercio del siglo XXI es su atomización, su reparto, no diré que impecablemente democrático, pero sí incontrovertiblemente real, lo cual permite un ejercicio del mismo acorde con la creciente complejidad de nuestras sociedades, poco hechas al ordeno y mando vertical de una mayoría parlamentaria, y menos aún si esta es absoluta. De hecho, esta realidad: “mayoría absoluta” –que en nuestro país ha sepultado gobiernos de González y de Aznar, y va camino de hacer lo mismo con el de Rajoy– en modo alguno puede entenderse como “PODER absoluto”, que es lo que los usufructuarios de la misma a veces han tenido la tentación de pensar. Y de ahí los choques ácidos, y a veces hasta virulentos, con el PODER de los administrados.
El ejemplo más patético de la añeja concepción del poder político lo encarna el escasamente honorable Presidente Mas y su corte de secesionistas de campanario de aldea
Desde esta perspectiva, que todos somos PODER, en diferente grado de intensidad, fuerza y representatividad, resulta difícil entender el afán de algunos depositarios de esos “poderes” en transformarse en instancias políticas que sacrifican el poder social conseguido, a veces con loables esfuerzos, para aspirar a la conquista de ese PODER desde el que se nos promete “cambiarnos la vida”, como si cada cual no fuera el autor del guión de su propia vida. Hay, en el fondo, una concepción ingenua y romántica en esa creencia transformadora del PODER, una ficción de la que, a todos los políticos, les despiertan los convenios internacionales, la implacabilidad de las leyes (como Syriza acaba de comprobar) y los límites de la Constitución. Claro que es cierto que escribir los acuerdos del Consejo de Ministros en el BOE es una demostración inapelable del ejercicio del PODER, pero no siempre ese hecho implica siquiera que lo allí escrito se cumpla, se traduzca en la observación de una conducta.
El ejemplo más patético de la añeja concepción del poder político lo encarna el escasamente honorable Presidente Mas y su corte de secesionistas de campanario de aldea. Ni siquiera lo establecido con pomposa solemnidad de república bananera en el DOGC puede tener capacidad de obligar a los ciudadanos, máxime si anda por medio un Tribunal Constitucional que te marca los límites reales del ejercicio del PODER, como recién lo acaba de hacer el Tribunal de Garantías Estatutarias. Perseverar en el anuncio e intento de cumplimiento de medidas anticonstitucionales no puede llevar sino, al margen del desprecio jurídico, al más espantoso de los ridículos. Si consideramos la proyectada DUI, deberíamos de inventar una tercera clasificación: mayúsculas, minúsculas y ¿párvulas?, para considerar la naturaleza de ese nuevo PODER al que los defensores de la tal aspiran.
Michel Foucault fue un brillante analista de las relaciones de poder en la sociedad occidental, y a él se debe un concepto “la microfísica del PODER” que nos es útil para entender que las relaciones verticales de poder han sido sustituidas por relaciones horizontales, aún escasamente comprendidas y/o valoradas por unos políticos que viven todavía en el sueño antiguo del Príncipe maquiavélico; pero plenamente ejercidas por la ciudadanía a través de movimientos espontáneos (o no tanto) en defensa de bienes y/o derechos. Por todo ello es por lo que resulta incomprensible la insistencia de actores políticos como Podemos, por ejemplo, en un mantra, el de la “toma del PODER”, o su variante: “el asalto a los cielos”, mediante el que se aspira a lograr la instauración de unos ideales que chocan abiertamente con los nuevos poseedores de ese PODER.
El viaje del poder absoluto a su absoluta atomización exige que nos adaptemos a una realidad cambiante que hace tiempo que se llevó por delante, como un tsunami, añejas concepciones del ya inexistente PODER.