Pensamiento
¿Castilla y León? La necesaria reforma del mapa autonómico
La Constitución, bajo la presión de los nacionalistas “periféricos” (como se decía entonces), introdujo la distinción entre “nacionalidades y regiones” con el propósito otorgar a vascos y catalanes un reconocimiento diferencial que aplacara sus aspiraciones independentistas. Los más ingenuos debieron de creer en el poder taumatúrgico de las palabras, ignorando que no se puede violentar arbitrariamente el lenguaje para someterlo a burdas manipulaciones políticas. “Nacionalidad” nunca significó en español lo que se pretendía, una especie de nación light, nación que no es nación. Resultado: nadie hizo nunca caso a esta ocurrencia. Letra muerta. Mal precedente.
Si hubiera existido un mínimo criterio racional no habría surgido el mapa geográfico y político actual, un verdadero disparate administrativo y territorial
La mejor prueba de la ambigüedad e ineficacia de esta distinción es la división autonómica a que dio lugar. ¿A qué criterio responde el mapa autonómico actual? Digámoslo claro: a ninguno. ¿Cómo se elaboró? Sin establecer previamente ningún diseño racional, sino atendiendo a conveniencias políticas, a apaños y acuerdos entre bambalinas. Se hizo de forma atolondrada y sin el más mínimo rigor. Lo lógico hubiera sido establecer un criterio general básico que atendiera, no a fantásticos orígenes, sentimientos, esencias o derechos históricos, sino a elementos objetivos como la geografía, el tejido productivo, el intercambio comercial, los flujos de población, el número de habitantes, la distribución de los servicios públicos, los vínculos tradicionales, etc.
Si hubiera existido un mínimo criterio racional no habría surgido el mapa geográfico y político actual, un verdadero disparate administrativo y territorial. ¿Cómo podemos justificar hoy la existencia de comunidades uniprovinciales como La Rioja, Murcia, Asturias, Cantabria o Navarra, al lado de otras como Castilla y León o Andalucía?
El caso de Castilla y León es especialmente significativo de cómo se diseñaron las autonomías: en contra de toda racionalidad, por intereses de partido, Martín Villa impuso la actual integración de León en Castilla, a la que sucumbió el PSOE con parecidos intereses. De todos los inventos, éste ha sido el experimento más fallido: actualmente Castilla y León es una comunidad autónoma ficticia, no existe más que en el papel. No ha bastado el voluntarismo de algunos esforzados para superar la dispersión geográfica, la ineficacia administrativa, el caciquismo provincial y el señuelo de un neocentralismo vallisoletano. Una reorganización del sistema autonómico habrá de empezar por deshacer este tuerto y todos los uniprovincialismos (incluido el de Madrid, del que se ha desgajado absurdamente a Guadalajara; de paso, a lo mejor Madrid dejaba de ser símbolo de todos los males).
El actual mapa autonómico deber ser sustituido por otro más racional, más equilibrado, que responda criterios objetivos como la mejora de los servicios públicos, de estímulo al desarrollo productivo y comercial y una mejor organización administrativa. Una reforma técnicamente justificada pero que, además, responda a un proyecto político, que busque la igualdad en el acceso a la educación, la sanidad, las ayudas sociales, el trabajo, la vivienda, las comunicaciones, el desarrollo de la cultura y el respeto a la naturaleza, además de asegurar la igualdad del voto reformando la ley electoral.
El caso de Castilla y León es especialmente significativo de cómo se diseñaron las autonomías: en contra de toda racionalidad, por intereses de partido
Casi todos los partidos hablan hoy de reformar la Constitución, pero nadie se atreve a abordar el problema fundamental de la reorganización del Estado, sin la cual todas las demás reformas no harán más que complicar la situación. El error de base del modelo actual fue el no definir bien la relación entre el mal llamado Estado Central y las Comunidades Autónomas. El Estado, como organización general, dejó de existir para convertirse en mero Gobierno Central enfrentado a las Autonomías. El Gobierno Central se identificó con el centralismo, y el centralismo con el franquismo y la vieja España autoritaria. Las Autonomías han acabado constituyéndose en poderes territoriales opuestos a cualquier proyecto nacional, fomentando mitos históricos y sentimientos disgregadores.
Hay que romper este esquema. El Estado es uno y ha tener un proyecto general que promueva la unidad, la solidaridad, la cooperación y la integración. Hay que empezar a hablar de un Estado único con niveles distintos de organización. Todo es Estado Español: el Gobierno General del Estado (no el Gobierno Central), el Gobierno Territorial del Estado organizado en Comunidades Autónomas, el Gobierno Local organizado en Ayuntamientos.
El Estado es uno, no plural, lo que no significa que sea centralista o uniformizador. De acuerdo con la experiencia de los últimos 30 años, hay que simplificar, integrar y definir mejor las competencias de todos niveles, los órganos e las instituciones del Estado. La uniformización de competencias y la equiparación jurídica de todas las Comunidades Autónomas a la que se ha llegado, en una absurda carrera por evitar diferencias discriminatorias, ha llevado a una situación que ni sirve para asegurar la igualdad entre todos los ciudadanos ni para resolver los problemas iniciales a los que pretendía hacer frente.
Reorganizar el mapa autonómico haciéndolo más equilibrado y eficaz obliga a revisar la letra y el contenido de todos los Estatutos de Autonomía, cuyos preámbulos y algunos artículos constituyen verdaderas proclamas antidemocráticas que apelan a esencias y derechos históricos por encima de los únicos derechos legítimos, los que se basan en la condición de ciudadano. En los actuales Estatutos prima el afán diferenciador por encima de un proyecto común, alimentando mitos históricos e identidades ideológicas y étnicas imaginarias, generadoras de enfrentamientos disgregadores. El modelo actual -burocrático, ineficaz, ordenancista, caciquil, cargado de ideología tribal e identitaria- dificulta la movilidad de funcionarios y ciudadanos, no asegura la igualdad de derechos y deberes en el acceso a los servicios públicos comunes, desarrolla sentimientos de superioridad y enfrentamientos más o menos larvados entre territorios, e ignora y desprecia los lazos culturales, lingüísticos, históricos, económicos, geográficos y afectivos comunes, debilitando la legitimidad del Estado, sus leyes e instituciones.
En el ordenamiento jurídico actual no están claras las competencias generales, las autonómicas y las locales. Es preciso distinguir entre competencias exclusivas del Estado Nacional, competencias propias (nunca exclusivas) de las Comunidades Autónomas y competencias locales o municipales. Existe otro conjunto de competencias que podemos considerar concurrentes, que deben ser asumidas en cada caso por un nivel de gobierno u otro y en régimen de colaboración, coordinando el ejercicio de esas competencias.
Me niego a pensar que prevalezcan necesariamente los sentimientos irracionales, el miedo al vecino, los mitos históricos, la complacencia en imaginarios rasgos de identidad, frente a la conciencia democrática que asegura la libertad e igualdad entre todos los ciudadanos
Tampoco se trata de recentralizar el Estado. Las Autonomías pueden ser reforzadas mediante la integración de las competencias y presupuestos de las Diputaciones, un nivel administrativo del que se puede prescindir sin ninguna distorsión grave del sistema actual. De lo que se trata, entre otros objetivos, es de alcanzar una mayor eficacia, y de que los ciudadanos conozcan mejor las competencias de los distintos niveles de organización del Estado, sabiendo en cada caso a quién deben exigir responsabilidades.
Es muy sintomático que los partidos, tan amigos hoy de prometer reformas genéricas que van de lo paradisíaco a lo anecdótico, no digan nada sobre esta necesaria reorganización del Estado. Todos parecen más interesados en lograr el control del poder autonómico actual que en redefinirlo y reordenarlo, tarea previa e imprescindible. ¿Cobardía? ¿Cálculo electoral? ¿Incapacidad? ¿Comodidad? ¿Miedo al cambio? Quizás, la suma teológica de todo esto. ¿Que los ciudadanos no están dispuestos a cambiar la situación actual, que la reforma que propongo choca contra los sentimientos y la opinión de la mayoría? Me niego a pensar que una estructura territorial tan arbitraria como la actual sea inamovible. Me niego a aceptar que la mayoría de los ciudadanos no prefiera un sistema más racional, equilibrado y eficaz, por más que el virus nacionalista y de las señas de identidad haya penetrado en la conciencia ciudadana más de lo que debiera. Me niego a pensar que el legítimo sentimiento de pertenencia sea un obstáculo para unir o separar racional y administrativamente territorios tan difusa o arbitrariamente divididos como lo son incluso muchas de las provincias actuales.
El mundo ha cambiado, y los criterios que sirvieron en otro tiempo hoy ya no sirven. Soy un utópico racionalista en cuestiones políticas. Me niego a pensar que la gente rechace algo que suponga una mejora en la igualdad de derechos, la comunicación, la movilidad, el desarrollo económico o los intercambios culturales. Me niego a pensar que prevalezcan necesariamente los sentimientos irracionales, el miedo al vecino, los mitos históricos, la complacencia en imaginarios rasgos de identidad, frente a la conciencia democrática que asegura la libertad e igualdad entre todos los ciudadanos. El problema, una vez más, no está en los ciudadanos, sino en los partidos y su manera retrógrada de entender y practicar la política.