En las sociedades humanas, las personas recibimos una retribución a cambio de realizar una actividad que es útil para otros. Es esa retribución la que nos permite satisfacer nuestras necesidades y sin la cual nos convertimos en seres desvalidos, condenados a vivir a expensas de la generosidad ocasional de los demás o directamente a vivir en la indigencia. Es por eso que el principal objetivo de justicia social de un Estado debería ser caminar hacia el pleno empleo.
El principal objetivo de justicia social de un Estado debería ser caminar hacia el pleno empleo
Pero nada garantiza que todo el mundo pueda trabajar, lo cual supone una amenaza inquietante sobre el bienestar de muchas personas y en última instancia, un peligro para la paz social. Normalmente oigo debatir de economía como si todo se tratara de elegir el modelo adecuado de entre un catálogo bien establecido de sistemas, cosa que a menudo deriva en tirarse los trastos entre quienes creen que el otro tiene el mal gusto de elegir el modelo estéticamente equivocado. O como si nos tuviéramos que encomendar a un piloto con un conocimiento superior que eligiera los mandos y accionamientos necesarios para enderezar la nave.
Creo que nos perdemos en metáforas que nos desvían del meollo de la cuestión. Se puede hablar de cuestiones macroeconómicas como prima de riesgo, nivel de deuda, tipos de interés, reforma laboral, etc. Son cuestiones importantes, porque mal llevadas pueden suponer el bloqueo de proyectos empresariales que la sociedad necesita imperiosamente. Pero no son el núcleo del problema.
En mi opinión, el reto principal para que una sociedad camine hacia el pleno empleo no está en otro sitio que en adquirir la capacidad de inventar las actividades suficientes como para que todo el mundo que tenga la necesidad de recibir una retribución pueda incorporarse a la maquinaria del quehacer productivo de esa sociedad.
Durante mucho tiempo hubo defensores de que un sistema adecuado para solucionar este problema y otras cuestiones sociales era implantar una planificación central con entidades burocráticas estatales que cursen las instrucciones adecuadas a las unidades productivas. Instrucciones que conducirían al mismo tiempo a la máxima efectividad, a la total colocación de las personas adultas y la igualdad de condiciones entre todos los ciudadanos. Pero cualquiera que haya ejercido un trabajo que depende de la satisfacción de un cliente, es decir, de una necesidad real, no puede esperar a que alguien desde un despacho lejano le diga como tiene que hacer las cosas. Las cosas no pueden funcionar así. Y una vez se admite la libertad para tomar decisiones se tiene que admitir una diferencia para el que es más diligente o hábil a la hora de tomarlas.
El ser humano tiene unas instituciones básicas que forman parte de sus instintos más básicos: la propiedad privada, y en consecuencia, la libertad para hacer y deshacer con los recursos propios, y la libertad de establecer las relaciones con los demás que uno crea convenientes.
A lo largo de la historia, en base a estas instituciones, la humanidad ha ido inventando actividades productivas orientadas a satisfacer toda clase de necesidades. Posiblemente a estas alturas de la historia podamos pensar que ya está inventado todo cuanto realmente necesitamos, que todo lo que se pueda inventar a partir de ahora serán caprichos prescindibles. Pero tal como vemos, estamos condenados a seguir inventando, ya que lo descubierto hasta el momento no asegura que se alcance el pleno empleo. Hay que seguir inventando productos y servicios. Pero no sólo eso. Hay que inventar procedimientos de trabajo, técnicas de producción, formas de organización.
Algunas sociedades, concretamente el mundo anglosajón, se han destacado por esa inventiva y desde nuestra posición, humildemente tenemos que reconocer que en la mayoría de actividades con las que nos ganamos la vida, tanto la idea original como su desarrollo técnico provienen de otras latitudes. En nuestra situación actual de un desempleo que empieza a ser una verdadera lacra social, hay que preguntarse si la sociedad española ha evolucionado como debía, en estos últimos tiempos en que gracias a la democracia, se ha vuelto más abierta.
Estamos condenados a seguir inventando, ya que lo descubierto hasta el momento no asegura que se alcance el pleno empleo
Actualmente, puede que tengamos las generaciones más preparadas de la historia. Pero si el objetivo de los chicos y chicas sobradamente preparados es presentarse a unas oposiciones para colocarse en puestos creados por la administración, el beneficio general para la sociedad es muy pequeño. Realizar muy bien actividades ya conocidas es necesario, pero no suficiente. Como ejemplo de que hace falta algo más que preparación, quiero traer el ejemplo de Michael Faraday, una persona con escasa formación pero considerado uno de los científicos más influyentes de la historia y en cuyos descubrimientos se basan gran parte de las industrias existentes hoy en día. Sin pasión por desentrañar misterios, de poco sirve empollarse lecciones.
En mi humilde opinión, creo que como sociedad, tenemos una gran carencia en el ámbito de la innovación y del espíritu empresarial y que eso es lo que explica que cuando el “business as usual” se encalla nos vengan tasas de paro del ventitantos.
Por tanto, creo que para acometer el lacerante problema del desempleo, una sociedad tiene que poner como tarea principal invertir en ciencia y conocimiento. En la tabla mundial de universidades, de las cien primeras, hay cincuenta y cinco estadounidenses, ocho británicas y el resto están repartidas en números parecidos entre Australia, Canadá, Alemania, Suiza, Japón, Francia, Dinamarca, Suecia, Holanda, Noruega, Bélgica, Israel, Rusia y Finlandia. Ninguna española. ¿Por qué?