El acto organizado y convocado, aunque sólo sea de palabra, por la Generalidad para el próximo 9 de noviembre se parece más a una kermés -fiesta popular, al aire libre, con bailes, rifas, concursos, etc., con el objetivo de recaudar fondos para diversas causas, sobre todo para escuelas e iglesias- que a cualquiera de los procedimientos de participación ciudadana previstos por la ley. Se trata de un acto de parte. Eso sí, pagado por todos. Una misa para mayor gloria de la causa independentista sufragada sin distinción entre partidarios y detractores de la secesión.
La fragilidad de su autoproclamada victoria no les permitiría bajar la guardia y les obligaría a perpetuar ad eternum la propaganda antiespañola que impregna su discurso político
Se trata, por tanto, de una kermés sui generis porque, salvado el obstáculo de la financiación gracias a los 8,8 millones presupuestados por la Generalidad al efecto, la única preocupación de sus organizadores es ganar votos a favor de la independencia. No hay duda de que no aspiran a contar independentistas -para ello les hubiera bastado con haberse presentado a las elecciones de 2012 con un programa nítidamente independentista- sino a seguir “haciendo” independentistas mediante agitprop, acrónimo, acuñado por el teórico marxista Plejánov en la Rusia bolchevique, resultante de la combinación de dos palabras clave en todo período revolucionario: agitación y propaganda.
Por cierto, y por lo que pueda ser, conviene recordar que una vez consumada la revolución la propaganda suele continuar, actuando sobre la conciencia pasiva de los administrados, para seguir manteniendo latente el espíritu que la alentó; mientras que la agitación, que opera sobre las emociones de forma más intensa aunque también más efímera, tiende a irse diluyendo en pro de la estabilidad del régimen resultante. Supongo que a eso se refiere Junqueras cuando promete que, una vez proclamada la independencia tras desechar por dificultoso el artilugio del derecho a decidir, el independentismo desaparecerá. Pero que nadie se llame a engaño. Tal vez dejarían de practicar la agitación en forma de convocatorias electorales de fogueo con cargo al erario público -entre otras cosas, porque entonces tendrían que empezar a asumir por fin su responsabilidad en el gasto público-, pero la fragilidad de su autoproclamada victoria no les permitiría bajar la guardia y les obligaría a perpetuar ad eternum la propaganda antiespañola que impregna su discurso político.
Independientemente de que el Gobierno central acabe impugnando o no -todo parece indicar que lo hará- el nuevo 9N, que el catedrático de Derecho Constitucional Xavier Arbós ha definido sutilmente como un onni (objeto normativo no identificado), ese día el movimiento independentista se echará, una vez más, a la calle para demostrar al mundo su innegable fuerza. Independentistas de todos los rincones de Cataluña teñirán de amarillo la vía pública, confraternizarán al grito de “¡In-de-pen-dèn-ci-a!”, experimentarán el confort de sentirse arropados por la multitud afín e imaginarán por un día que su objetivo está a la vuelta de la esquina.
A algunos les resultará insoportable tamaña demostración -la enésima por estos pagos- de nacionalismo irredento. Otros seguiremos denunciando que los argumentos que alimentan la exuberante movilización independentista son esencialmente perversos además de falaces. Lo cual, dicho sea de paso, no quiere decir que consideremos por definición estúpidos a la mayoría de los independentistas -entre ellos hay, proporcionalmente, tantos necios como entre los que no lo somos-, sino sencillamente que constatamos que, hasta ahora, nunca ha habido una campaña equilibrada al respecto. Eso ha facilitado la propagación masiva del discurso independentista gracias al entusiasmo de sus incondicionales, pero también a la dejación de algunos pusilánimes y, muy especialmente, a la neutralidad de los numerosos equidistantes.
Seguiremos denunciando que los argumentos que alimentan la exuberante movilización independentista son esencialmente perversos además de falaces
No seré yo quien defienda la obligatoriedad general de tan cansino debate, que yo personalmente nunca he rehuido, pero en todo caso no hay duda de que hasta ahora ha sido una discusión asimétrica. No sólo por la menor presencia en la actualidad en los medios catalanes de voces partidarias de preservar la unidad de España, sino sobre todo porque la campaña independentista no empezó hace ahora dos años, cuando Mas anunció su decisión de que los catalanes ejerciéramos un derecho inexistente. Lo hizo en el remoto momento en que en Cataluña se empezaron a normalizar expresiones como “Estado español” en lugar de España; “Gobierno español” en lugar de Gobierno central; “expolio fiscal” en lugar de redistribución de la riqueza entre ciudadanos; “lengua propia de Cataluña” en referencia al catalán y a diferencia del castellano que -a pesar de ser la lengua materna de más del cincuenta por ciento de los catalanes- se convierte así en algo tan impropio de Cataluña como el inglés o el urdu; y otras más triviales como “selección estatal” en lugar de selección española de fútbol. Así pues, no hay duda de que, en este sentido, los independentistas llevan ventaja. De ahí que tengan prisa. Aunque paradójicamente su prisa ha hecho que algunos pusilánimes y muchos equidistantes se desperecen y, poco a poco, empiece a equilibrarse la balanza. No es fácil, pero está claro que los argumentos en pro de la continuidad de Cataluña en España empiezan a calar.
Pero vengamos al caso: la kermés independentista del 9N. Sin censo, con mesas compuestas por voluntarios adictos, sin comisión de control electoral a la que recurrir en caso de sospecha de fraude, sin campaña con debates informativos sobre el pro y el contra de las diferentes opciones en liza. Ni referéndum, ni consulta ni proceso participativo. ¿Qué es esto? ¡Vete tú a saber! ¿Qué credibilidad puede tener algo así? Ninguna.
Con todo, si en lugar de organizarla el Gobierno de la Generalitat, con fondos públicos y poniendo en solfa el prestigio de Cataluña en todo el mundo, la kermés corriera a cargo de la ANC, de Òmnium Cultural o incluso de ERC, ¡ancha es Castilla! Pero no con el dinero de todos los catalanes ni, menos aún, hipotecando nuestra credibilidad ante el resto de España, de Europa y del mundo.