Artur Mas compareció ayer por la mañana ante los medios de comunicación y ante lo que él mismo llama «el país» para informar de la decisión que ha tomado después de reunirse por tres veces —las dos últimas con manifiesto furtivismo— con los dirigentes de los partidos que le han permitido llegar hasta el punto de no retorno al que ha llegado. Contemplar a ese hombre actuando en público produce siempre un efecto evocativo. Tal y como observó Ferran Toutain en su ensayo Imitació de l’home, uno tiene la sensación de ver a Jordi Pujol en parecidas circunstancias. El mimetismo es colosal: las mismas poses, la misma gesticulación y hasta la misma mala educación, a medio camino entre la chulería y la pillería. No para con la prensa, claro —¿qué necesidad habría, al fin y al cabo, de ofender o engañar al sumiso?—, sino para con el enemigo. O sea, para con lo que Mas designó ayer repetidamente como «Estado español» —sobra añadir que él no se considera parte constituyente del mismo— o, ya sin tapujos, con la propia palabra «enemigo». Su insistencia en que el enemigo no está en casa sino a cientos de kilómetros del Palacio de la Generalitat resultó incluso grotesca, por cuanto no era más que el reconocimiento de su dependencia de los demás partidos y, en particular, de Esquerra Republicana, y su forma de implorarles que, por favor, no rompan la baraja.
Artur Mas se resiste a abandonar su papel bíblico de Moisés, conductor del pueblo de Cataluña fuera de España. Ayer mismo justificó su empecinada determinación de convocar la consulta hasta alcanzar la consulta definitiva en lo ocurrido en la calle en septiembre de 2012
Pero esa amalgama de chulería y pillería —los catalanes algo o muy patrióticos y sus altavoces mediáticos gustan de llamarlo murrieria y le confieren, por supuesto, un altísimo valor—, tuvo su concreción en varios pasajes de su parlamento. Por ejemplo, cuando, tras anunciar que el Proceso seguía adelante, esto es, que habría 9N, se rió de que alguien —no mencionó al presidente del Gobierno español— hubiera dado ya, esa misma mañana, la consulta por desconvocada. O cuando se negó a ofrecer más pistas sobre esa consulta para la que «habrá locales, urnas y papeletas» con el argumento de que el Estado, luego, «lo destroza todo». O, en fin, cuando detalló el mecanismo por el que los catalanes podrán acceder al tan ansiado referéndum —la «consulta definitiva», lo llamó, en tanto que la del 9N, según él, no lo era en su antigua formulación ni lo será en la nueva—, y se sirvió para ello de un argumento tan rebatible como que unas elecciones ordinarias pueden convertirse, si así lo desean las fuerzas políticas partidarias de la independencia —palabra que el presidente de la Generalitat se cuidó muy mucho de pronunciar—, en unas elecciones plebiscitarias.
En resumidas cuentas, Artur Mas se resiste a abandonar su papel bíblico de Moisés, conductor del pueblo de Cataluña fuera de España. Ayer mismo justificó su empecinada determinación de convocar la consulta hasta alcanzar la consulta definitiva en lo ocurrido en la calle en septiembre de 2012. Ni la ley ni el orden parece que le vayan a hacer desistir. Para saltarse la primera, está dispuesto a recurrir a cuantas triquiñuelas sean precisas. Y en cuanto al orden, dispone de organizaciones de masas fuertemente subvencionadas por el poder público para tratar de subvertirlo. Al fin y al cabo, en la base misma de muchos golpes de Estado está la estrategia de la agitación permanente. Sólo que en este caso la agitación no la promueven partidos revolucionarios de derecha o de izquierda clandestinos o semiclandestinos, sino un gobierno nacionalista legalmente constituido. Guste o no, hoy en Cataluña la vanguardia revolucionaria es lo más parecido a La Vanguardia.
La palabra, pues, la tiene ahora el enemigo. O sea, el Gobierno del Estado. Vivimos en un Estado de derecho y, por lo tanto, en una democracia. Y es gracias a esa ley y a ese orden que de ese Estado emanan —y que el presidente Mas se jacta subrepticiamente de saltarse— que los españoles llevamos disfrutando, desde hace cerca de 36 años, de la condición de ciudadanos libres e iguales. Y entre esos españoles, por supuesto, los catalanes. Todos, incluso los que quisieran acabar con el enemigo. Del enemigo y de todos los españoles de bien depende que no lo consigan.