El penúltimo artículo de Salvador Cardús incluye una verdad como una catedral: que la mayoría de mis conciudadanos independentistas no han leído nunca ningún libro de propaganda nacionalista. De hecho, seguramente no han leído nunca nada y se han limitado a ver TV3. Todo lo contrario que nuestro sociólogo del "procés", a quien reconozco el mérito de su libro El desconcert de l’educació. Uno de los mejores libros que he leído sobre la materia.
La gran miseria del artículo es vestir de racionalidad una ideología irracional que se basa en el "me siento catalán y por eso quiero un Estado", en el intento de convertir un capricho o sentimiento en una demanda política razonable
Nuestro sociólogo es una persona lúcida y leída, y por ello en su artículo ilustra al nacionalista de a pie en la diferencia entre patriotismo y nacionalismo. Entre los que ya tienen un Estado y los que aspiran construirlo. Y es que si algo hemos aprendido de la II Guerra Mundial -aunque sea sólo de forma teórica- es que nos tenemos que llamar independentistas, pero nunca nacionalistas. Un concepto que por razones de peso (6 millones de muertes, entre otras) no gusta en ningún rincón de Europa.
La gran miseria del artículo, sin embargo, es vestir de racionalidad una ideología irracional que se basa en el "me siento catalán y por eso quiero un Estado", en el intento de convertir un capricho o sentimiento -por muy fuerte que sea- en una demanda política razonable. Y es que sentirse catalán y emocionarse escuchando País Petit de Lluís Llach no valida ninguna aspiración política nacionalista. Asimismo, ser racista -también un sentimiento muy fuerte, sobre todo entre quienes conviven o mal conviven diariamente con gente de culturas muy diversas- no justifica votar a un partido racista: ni el odio ni ningún otro sentimiento tendrían que ser los motores de ninguna opción política. Quien más quien menos, por razones atávicas y biológicas, es nacionalista, xenófobo o creyente (y ésta, señor Cardús, es la razón principal por la que, como usted bien dice, no es necesario leer ningún libro para adherirse a la causa), pero así como hemos dejado a Dios fuera de la política también la diosa Nación tiene que ser expulsada de ésta.
El periodista Arcadi Espada, en su libro Contra Cataluña, explica cómo el concepto de nación es tan absoluto como el de dios, y de aquí la importancia de defender el laicismo ante sus amenazas. Espada dice que "los laicos saben que una nación no existe sin un Estado. Que la nación es el Estado. El nacionalismo no puede aceptar eso. Porque el Estado es discutible, opcional, una decisión del individuo, al fin. El individuo puede discutir las características del Estado. Puede salirse, incluso, del Estado -así, el apátrida-, pero nunca logrará salirse de la nación".
La nación es un concepto excluyente de por sí y obliga a llevar a cabo políticas de ingeniera social -"fer país", que decía el president Pujol- en beneficio y mantenimiento de una idea casi inmutable de nación, de una identidad definida desde los poderes públicos. Necesariamente, los que no comulgan con la idea siempre se verán excluidos porque es incompatible con una sociedad abierta y plural. (El pluralismo que tenemos ahora nos lo garantiza, en buena medida, formar parte de España).
El nacionalismo nunca puede ser una opción democrática. Y el señor Cardús, antes que demócrata, es nacionalista, y disfraza a través de un lenguaje moderno y actual una idea religiosa y monolítica de Cataluña
Recuerdo también una conferencia del señor Cardús en Argentona donde decía, sin tapujos, que si queríamos defender el catalán no se tendría que invitar a la Pantoja a les fiestas mayores. Una anécdota que haría reír si no fuera porque es la base de todas las políticas públicas de la Generalidad. La más paradigmática, el modelo de inmersión lingüística, cuyos beneficios pedagógicos por lo que hace a la lengua castellana son más que cuestionables. El problema de este tipo de políticas es que da más importancia a entidades místicas y abstractas que a los individuos, de carne y hueso, y sus necesidades reales.
La otra gran miseria del artículo es usar el término "liberación nacional" cuando no existe ningún hecho objetivo de peso (violencia, guerra, genocidio...) como para que la comunidad internacional pueda considerar razonable construir un nuevo Estado. Al señor Cardús pueden gustarle más o menos las políticas de Wert como a mí las de Gallarón, pero los tira y afloja entre gobiernos más conservadores o progresistas no legitiman romper la idea de España ni de Europa. Si por cada comunidad cultural diferenciada fuese necesario crear un Estado nuevo, la misma idea de Europa no tendría sentido. El Estado catalán resultaría un mero capricho construido únicamente bajo motivos folklóricos, como tener una selección catalana en los mundiales, pero en ningún caso distaría del reconocimiento lingüístico y cultural obtenidos ni serviría para alcanzar cotas de libertad y de progreso como las que ya tenemos.
La independencia es, en definitiva, una demanda bastante estúpida. Aunque por estúpida no significa que no pueda ser legítima incluso cuando no hay argumentos apremiantes como en el caso catalán. El nacionalismo, sin embargo, nunca puede ser una opción democrática. Y el señor Cardús, antes que demócrata, es nacionalista, y disfraza a través de un lenguaje moderno y actual una idea religiosa y monolítica de Cataluña.
Si volviera a verle le preguntaría por su gran libro y su contundente crítica de las escuelas que educan en valores donde no hay consenso por parte del conjunto de la sociedad. En cómo la escuela debería ser menos permeable a las modas y a la propaganda ideológica para evitar transmitir valores políticos que no implicaran un consenso social. Me gustaría saber qué opina ahora o si, en nombre de la nación, vale todo.