Pensamiento
De la libertad al poder
Hay que ser muy ingenuo o muy demagogo para negar que todos los movimientos de masas, todos sin excepción alguna, nacen, se articulan y se consolidan como resultado de dos únicos factores: la propaganda y el mimetismo. El primero propone y el segundo dispone, pues sin el mimetismo, sin esa extraordinaria habilidad de los hombres para imitarse mutuamente las muecas, los peinados y los pensamientos que dan apariencia a sus cabezas, la propaganda no pasaría de ser un oficio de oscuros charlatanes y no llegaría a crear arraigadas convicciones, indignaciones, identidades, soberanismos y revoluciones. No digo en absoluto que todas las ideas que las masas tienen por propias sean necesariamente falsas o inaceptables, digo que la verdad y la conveniencia no determinan en ningún caso su expansión: con el mismo celo y el mismo ardor se defienden la solidaridad y la xenofobia; cuando el sujeto es la masa, lo racional y lo irracional corren la misma suerte.
El nacionalismo es una corrección política de carácter local que opera exactamente igual que las otras: logrando que su lenguaje sea el lenguaje de toda la sociedad
Los primeros analistas de la democracia, empezando por Tocqueville, ya vieron en el poder de la opinión pública el mayor inconveniente de la sociedad abierta: cuando se forma una comunión de ideas de signo multitudinario, esas ideas —con independencia de su justeza y en virtud de su aparente legitimidad democrática— pueden llegar a ejercer una auténtica tiranía sobre los ciudadanos que no las comparten. En Libertad y prensa (1920) Walter Lippmann advierte que los primeros defensores de la libertad de expresión, de John Milton a John Stuart Mill, no imaginaron nunca una opinión pública gobernante, y que en consecuencia sus teorías no pueden guiarnos en un momento —el momento de Lippmann es solo el de la prensa libre— en el que todo depende de la opinión pública. Quien sí imaginó un futuro con una opinión pública gobernante, y solo con pensarlo le dieron escalofríos, fue Gustave Flaubert, que en una carta a Georges Sand (1871) escribió, refiriéndose a la masa, algo tan sensato como difícil de tragar en una época de populismo exacerbado como la nuestra: "Dadle la libertad, pero no el poder".
A ese poder, al derecho de tiranía que se ejerce en nombre de la opinión pública, la posmodernidad le ha llamado corrección política, una forma sutil de autoritarismo que no consiste solo en el uso compulsivo de los dos géneros gramaticales y en la censura de anuncios presuntamente sexistas, sino que, mucho más allá de lo bobo y lo anecdótico, decide cómo es la realidad en la que vivimos. Las consignas del feminismo radical y el fundamentalismo ecologista son correcciones políticas presentes en todo el mundo occidental; el nacionalismo es una corrección política de carácter local que opera exactamente igual que las otras: logrando que su lenguaje sea el lenguaje de toda la sociedad. A menudo ni siquiera es necesario que la corrección política tenga la aquiescencia de una mayoría; es suficiente con que un grupo de opinadores con influencia en la universidad y los medios convenza a los políticos o se deje convencer por estos —hoy en día políticos, expertos y periodistas suelen formar parte de los mismos tercios— de que no es posible pensar y mucho menos discursear fuera de los límites establecidos, y así es cómo se crean esas mayorías fantasmales que permiten hablar en nombre del pueblo.
Si todas las democracias no degeneran en dictaduras es solo porque lo impiden las leyes. Aunque a algunos les revuelva el estómago, eso es el Estado de derecho
Lo malo es que los fantasmas de este mundo se encarnan con mucha más facilidad que los del otro y acaban siendo realmente el pueblo. Y si todas las democracias no degeneran en dictaduras es solo porque lo impiden las leyes. Aunque a algunos les revuelva el estómago —a menudo a los que más suelen hablar de regeneración democrática—, eso es el Estado de derecho, y fuera de él la democracia solo puede ser orgánica o popular, cosas ambas que vienen a resultar en lo mismo.
Asombra, pues, tanto como inquieta que sean cada vez más los políticos elegidos democráticamente y sus correspondientes voceros los que, como quien habla de algo perfectamente obvio y razonable, repitan a la menor ocasión que las leyes no deben servir de coartada para el inmovilismo, que el modelo político de la Transición está completamente agotado o que la Constitución no puede estar por encima de la voluntad popular. Uno ya no sabe muy bien por qué lado hay que cogerlo: ¿por el de la ingenuidad, el de la ignorancia, el del cinismo, el de la demagogia? Muy probablemente hay un poco de todo. Hay un aprovechamiento infame de la crisis —que en España ha tomado forma de extrema izquierda y de secesionismo, del mismo modo que en otros países se ha decantado por la extrema derecha—; pero todas esas concentraciones tribales con niños y banderas, esos paseos por Europa con exhibiciones castelleras, esas manos vibrantes de orgullo asambleario o esos actores, cantantes y humoristas que participan en vídeos reivindicativos repitiendo siempre los mismos estereotipos como críos que recitan la lección para regocijo de sus mayores parecen indicar una creciente, grave y quién sabe si definitiva infantilización de la política. Y en eso estamos.