Me encuentro por la calle a un conocido mío al que no veo con mucha frecuencia y que siempre me ha dado a entender que es militante, simpatizante o por lo menos votante de ICV-EUiA. El hombre está encantado con el número de escaños obtenidos en el Parlamento Europeo por el conjunto de fuerzas que constituyen lo que se ha dado en llamar izquierda alternativa. Aprovechando su interés por el tema, le pregunto por el apoyo de esas fuerzas al proyecto con el que CiU y ERC se han puesto a marcar los pasos de baile de la sociedad catalana y, de repente, cambia su amable discreción por una vehemencia de tono y gesto con la que me asegura que, a él, eso del soberanismo más bien le trae al fresco y que no es en absoluto partidario de la independencia. Le hago notar que, durante la campaña de estas elecciones, la letanía del derecho a decidir ha sido uno de los principales caballos de batalla de la coalición de partidos en la que él deposita su confianza. "¡Por supuesto! -exclama con una mirada de pleno convencimiento-. El derecho a decidir es incuestionable. Es la esencia de la democracia. ¡No te confundas!".
Nunca me he topado con un militante de causa alguna que no asuma sin matices todas y cada una de las consignas que adopta como pensamientos propios
Nunca me he topado con un militante de causa alguna que no asuma sin matices todas y cada una de las consignas que adopta como pensamientos propios. ¿Cómo podría ser de otro modo? Ser militante consiste precisamente en eso, en recitar una y otra vez las cláusulas del contrato que le hacen a uno militante. Si la posición de la izquierda alternativa con respecto al derecho a decidir fuera de rechazo, qué duda cabe de que el conocido que me encontré por la calle al día siguiente de las elecciones europeas me hubiera gritado, con la misma vehemencia, que el derecho a decidir no era más que un subterfugio de la oligarquía catalana para justificar su falta de sensibilidad hacia las políticas sociales. Sin embargo, es muy improbable que la izquierda alternativa hubiese llegado a optar por esa última posición, porque el izquierdismo siempre ha visto en la voluntad del pueblo -en una voluntad del pueblo pura, no contaminada aún por la exposición de razones- la esencia de la libertad y la democracia, y en eso ha coincidido en la reciente historia europea con otros movimientos que suelen considerarse en sus antípodas. No importa que las leyes sean el producto más concreto y genuino de la única voluntad popular que pueda tomarse en cuenta en una democracia con garantías: lo supuesto, lo difuso, lo abstracto siempre han gozado de mayor prestigio.
Ahora bien, el gusto por el populismo no es a mi juicio el único factor que explica la feliz alianza de la izquierda alternativa con las fuerzas nacionalistas. Oigo decir a menudo que el nacionalismo es una ideología de derechas, y habiendo dado por cierta esta afirmación muchos elevan su voz contra un maridaje que se les antoja cuando menos extravagante. Pero la verdad es que la izquierda, o por lo menos una parte de la izquierda, siempre ha sido identitaria. Lo ha sido, en primer lugar, porque el romanticismo alemán, que es de donde parte el concepto de nación como una unidad de lengua y cultura, no es un pensamiento cuya influencia se haya dejado sentir más en la derecha que en la izquierda. Lo ha sido, en segundo lugar, porque las ideas que el antropólogo inglés Edward Burnett Tylor expuso en su obra Primitive Culture (1871) abrieron la puerta a una concepción de la cultura popular como fundamento de la identidad humana que la izquierda intelectual integró rápidamente en su visión del mundo. Después, a partir de los años sesenta, el grito de batalla de la izquierda revolucionaria latinoamericana y de sus valedores europeos es "la lucha de los pueblos contra el imperialismo", máxima que, sin perjuicio del modelo de sociedad comunista que pretendía imponer, desplazaba la atención de lo económico a lo identitario. Es también producto de esta época la creación de identidades colectivas situadas en un punto intermedio entre la moda juvenil y la lucha política, y a finales de los ochenta, principios de los noventa, la progresía norteamericana se hace con el poder en escuelas y universidades e impone a la sociedad esas irreparables ofensas a la tradición ilustrada que se conocen con el nombre de estudios culturales y corrección política. Ni que decir tiene que las izquierdas europeas, y la española con mayor entusiasmo, si cabe, que las demás, adoptan los proyectos identitarios de esas corrientes como una prioridad. Por decirlo con una cursilería al uso de los tiempos, lo identitario está en el ADN de la izquierda. Es más, la izquierda alternativa es en sí misma un movimiento identitario. Uno se manifiesta por la causa palestina por la misma razón por la que se viste y calza con determinada indumentaria, porque es lo que identifica su pertenencia a la izquierda alternativa; interesarse por los 160.000 muertos de Siria o por el asesinato, tortura y secuestro de niños en África, pongamos por caso, no proporciona de momento una seña de identidad reconocible.
Lo identitario está en el ADN de la izquierda. Es más, la izquierda alternativa es en sí misma un movimiento identitario
Siendo así las cosas, a nadie debería extrañarle que Noam Chomsky, padre de la gramática generativa transformacional y pensador destacado de la izquierda alternativa, declarara hace menos de un mes que el proceso soberanista catalán constituye una lucha en defensa de la identidad cultural contra el imperialismo del Estado (recordemos que la expresión "lucha contra el imperialismo" es parte irrenunciable de la identidad izquierdista). Para fundamentar su visión del conflicto, Chomsky dijo que a finales de los setenta visitó Cataluña y que podía dar fe de que entonces, en la calle, no se podía oír una sola palabra de catalán. "Se hablaba, pero en secreto -añadió-, porque durante la dictadura, con el apoyo de los Estados Unidos, estaba prohibido. Diez años más tarde, no se oía más que catalán. Había revivido". Es decir, si sus declaraciones no se tergiversaron, lo que Chomsky vino a decir es que a finales de los setenta, tras la muerte de Franco, el catalán había desaparecido y que en los ochenta era la única lengua que se hablaba en Cataluña. Yo no sé por dónde pasearían a Chomsky los lingüistas transformacionales catalanes -una auténtica legión en la época de referencia- que debieron de acogerle en sus visitas. Puede que en la primera le llevaran al Baix Llobregat y en la segunda a Olot, pero en cualquier caso, si admite que con solo diez años de democracia constitucional el catalán había alcanzado una total hegemonía, ¿en qué sentido cree que el proceso soberanista es una lucha en defensa de la identidad cultural contra el imperialismo? Enigmas de la izquierda alternativa.