Pensamiento

El otro lado de la ecuación

8 mayo, 2014 09:01

Por fin ha pasado por mi cola de libros a leer el libro de Antonio Robles sobre la historia de la resistencia al nacionalismo, y siendo seguramente el único libro del mundo mundial que me menciona, quisiera aportar mis comentarios.

Las declaraciones de Jordi Pujol en su tercera legislatura dejaban en evidencia que lo de Miquel Roca era mentira. El autogobierno no era una forma de articular España sino el instrumento para preparar con mayor fuerza su ruptura

Mis comentarios son de discrepancia con el enfoque de Antonio, en base a ideas que ya expuse en algunos artículos aparecidos en La Voz de Barcelona pero que aprovecho para recordar. Por supuesto, mi discrepancia no quita que haya coincidencia en muchos puntos y sobre todo, el reconocimiento a la labor titánica de Antonio durante tantos años para articular una oposición a la política lingüística del nacionalismo.

Pero antes de exponer mis puntos de vista querría hacer memoria sobre esa década que el libro llama acertadamente una década de silencio, los años 80.

En ese tiempo, yo personalmente, entre universidad y trabajo no tenía tiempo material para fijarme en la letra pequeña de la Historia. Pensaba que la Humanidad seguía un camino no siempre recto, pero sí inexorable hacia mayores niveles de desarrollo. Una prueba de ello era vivir en un país que había pasado de una dictadura a una democracia. Yo el 23-F estaba en clase en la universidad, y en un intervalo esperando en el pasillo el inicio de la siguiente clase, alguien se puso a contar lo que estaba pasando en el Congreso de los Diputados. Yo lo escuchaba convencido de que aquello tenía que fracasar, y las noticias que se fueron produciendo al día siguiente me fueron dando la razón.

Mis lecturas y mi forma de entender las cosas me hicieron más de Adam Smith que de Karl Marx y a medida que se iba produciendo el resquebrajamiento del bloque soviético también me sentí confirmado en mis ideas. Parecía triunfar como modelo de desarrollo el de libre empresa bajo la democracia liberal en sociedades abiertas donde lo que cuenta es la valía personal, y no los apellidos, el linaje o las obediencias jerárquicas o ideológicas. A mí me parecía un encaje asombroso entre teoría y realidad, parecido a cuando James Clerk Maxwell elaboró su teoría sobre el electromagnetismo y en base a ella se dispuso a calcular con papel y lápiz la velocidad de la luz, obteniendo el mismo valor que habían dado los experimentos.

Sobre la cuestión del catalanismo, parecía que se había alcanzado una solución satisfactoria: un amplio autogobierno a cambio de no cuestionar la integridad del país. En aquellos años nos paseaban mucho por la televisión a Miquel Roca, que nos vendía las bondades de un nacionalismo moderado que simplemente quería compatibilizar la defensa de la cultura catalana con participar positivamente en el desarrollo global de España. Me enteré de lo del manifiesto de los 2.300, pero di por buena la explicación oficial de que esa gente exageraba. Una cosa que me llamó la atención fue una polémica originada por el director de política lingüística, Miquel Reniu, que dijo que los que hablan en castellano son ciudadanos de segunda clase. No esperaba eso desde la imagen que tenía de la gente de apellidos catalanes como gente extremadamente educada. Pero lo asumí como una de las muchas bobadas que se tienen que escuchar de la gente a la que le ponen un micrófono delante. Yo creía que en un Estado de derecho y en una sociedad que, como habitante del área metropolitana de Barcelona, veía como una mezcla de toda España, las ideas excluyentes no podían triunfar.

Al doblar hacia la década de los 90 el panorama se vislumbraba más agrio. Las noticias de política estaban dominadas por la corrupción y la bronca entre partidos. Los crímenes de la ETA ya no se podían considerar un rescoldo de una lucha antifranquista equivocada sino una lacra enquistada en el sistema político, ante la cual, la única respuesta política que se ejercía era implorar a los terroristas que depusieran su actitud, alegando que todos los proyectos políticos se pueden defender pacíficamente. Y las declaraciones de Jordi Pujol en su tercera legislatura dejaban en evidencia que lo de Miquel Roca era mentira. El autogobierno no era una forma de articular España sino el instrumento para preparar con mayor fuerza su ruptura. Jordi Pujol ha dejado muchas frases que definen perfectamente sus obsesiones, que a su vez han sido el eje de su actividad política, pero hay una que no me pasó desapercibida. En la noche de las elecciones autonómicas del 92, en que ganó por mayoría absoluta, ante las masas de adeptos que le aclamaban en la calle, dijo esto: lo importante es que Cataluña sea catalana. Estaba claro. Después de décadas de convivencia, la parte de la sociedad catalana que tenemos orígenes familiares en el resto de España sobrábamos.Aclaro: identificarse con el castellano no es lo mismo que desconocer el catalán.

Lo que ocurre es que la población de raíz catalana goza de una cierta homogeneidad en torno a un buen nivel económico y cultural (el nacionalismo catalanista va de eso), mientras que la población castellanohablante es muy heterogénea

Pero por encima de todas estas cuestiones, en aquellos tiempos nació mi primer hijo y en el tema de la lengua de enseñanza de mis hijos yo no he tenido nunca la más mínima duda. Sobre este tema, mi percepción fue rápida y es lo que he mantenido desde entonces. Los menosprecios de Miquel Reniu no habían caído en saco roto y buena parte de la gente castellanohablante había asumido la renuncia a su lengua como el acceso (ficticio) al grupo de la gente first class. No puedo decir si me indigna más que mi lengua materna tenga ese estigma o vivir en una sociedad tan atrasada como para creer en semejante tontería.

Antonio Robles pone en el libro una anécdota en la que yo participo, sobre un cruce de palabras con una persona al entregarle propaganda nuestra. Sinceramente, no recuerdo esa anécdota. Sí que recuerdo una conversación que tuvimos los dos al poco de conocernos sentados en un parque en Santa Coloma. En esa conversación intenté hacerle ver que vale, que en Cataluña había una clase dirigente dispuesta a todas las marrullerías necesarias para aplicar su política lingüística, pero que había que fijarse en el otro lado de la ecuación, que es la reacción de la sociedad en su conjunto a esa política. Como he dicho antes, yo creía y sigo creyendo que mucha gente corriente había asumido ciertos mensajes con los que yo no puedo estar de acuerdo y que, en nuestra búsqueda de un replanteamiento de la política lingüística, eso nos tenía más atrapados que el asunto de la traición del PSC a sus votantes.

Las palabras exactas, lógicamente, no las recuerdo, pero quise explicarle que ese discurso que en cierto modo asimila la lucha por los derechos lingüísticos a la lucha de clases era como decirle al señor Reniu: "mire usted, estamos muy indignados por sus declaraciones pero tiene toda la razón y, por tanto, su política está justificada". Y aparte del error estratégico, yo no creo que tuviera razón. Lo que ocurre es que la población de raíz catalana goza de una cierta homogeneidad en torno a un buen nivel económico y cultural (el nacionalismo catalanista va de eso), mientras que la población castellanohablante es muy heterogénea. Pero clase media castellanohablante la hay a patadas. Y no sólo eso, sino que por las razones que sean, en nuestra sociedad, la lengua principal de acceso al conocimiento y la información es el castellano. No creo que haya ningún lugar del mundo en que el tratamiento que reciba una lengua con ese estatus sea el de ocultársela a toda costa a sus hijos, no vayan a ser tomados por unos pobretones.

Otro aspecto del discurso de Antonio Robles que recorre todas las páginas del libro y que considero al mismo tiempo erróneo y perjudicial para lo que defendemos es mostrar un ambiente asfixiante de coacción y de miedo. Quizá para la gente que nos hemos significado contra la política lingüística esto sea real. Pero la inmensa mayoría de gente que, como yo en su momento, no está por fijarse en la letra pequeña de la Historia o simplemente se acomoda al discurso oficial, no percibe esas cosas, y al encontrarse con un relato que no le resulta creíble, simplemente desconecta y nos ignora.

En aquella conversación, Antonio interpretó mi discrepancia y mi gesto de decepción al ver que no sabía transmitirle mi punto de vista como un pesimismo extremo. Y queriendo animarme me dijo: "Imagínate que un día Felipe está falto de votos. Y que se presenta en estos barrios y le empieza a recordar a la gente sus raíces, y a la gente se le empieza a remover algo por dentro. Verás como esto da un vuelco". Ese escenario se produjo, Felipe vino buscando votos. Y Felipe se atuvo estrictamente a las consignas del PSC, que eran y son las de Pujol.