Pensamiento
La secesión como destino manifiesto
En su obra Naciones y nacionalismo, Ernest Gellner apunta que el nacionalismo engendra las naciones, y no a la inversa, y que lo hace transformando "radicalmente" y "de manera muy selectiva" la multiplicidad de culturas o riqueza cultural preexistente, heredada históricamente.
El derecho a decidir que plantean los nacionalistas catalanes es de una arbitrariedad sin parangón, porque a pesar de la retórica universalista de sus voceros queda claro que se trata de una magnitud cuya única unidad de medida es Cataluña
Eso, transformar radicalmente y de manera muy selectiva la riqueza cultural preexistente en Cataluña, es precisamente lo que pretenden los nacionalistas catalanes cuando, por ejemplo, tratan de justificar su desafío secesionista en una interpretación anacrónica -es decir, presentando algo como propio de una época a la que no corresponde- de los hechos de 1714. De haberse producido esos hechos un siglo más tarde, la interpretación nacionalista a lo mejor tendría algún sentido. Pero el caso es que cien años después de la caída de Barcelona en manos de Felipe V lo que ocurrió es que, cuando empezaba a surgir el concepto contemporáneo de nación asociado a un incipiente principio de ciudadanía, la participación catalana fue decisiva en la Guerra de la Independencia española (1808-1814), así como en la elaboración de la Constitución de Cádiz (1812) que consagra por primera vez la soberanía de la nación española compuesta por ciudadanos libres e iguales.
Los catalanes compartimos con el resto de los españoles una historia colectiva y una lengua, el castellano o, por extensión, español, que es tan catalana como el propio idioma catalán en la medida, sobre todo, en que hoy día es la lengua materna de más del cincuenta por ciento de los ciudadanos de Cataluña. Pero, además de una historia colectiva y de la lengua de Cervantes, los catalanes compartimos también con otros españoles la lengua de Ramon Llull o Ausiàs March, así como otras conexiones históricas y culturales con el conjunto de los territorios peninsulares que en su día confomaron la Corona de Aragón. De ahí que no deje de ser una arbitrariedad contingente limitar el alcance de un proyecto secesionista supuestamente basado en el derecho a decidir de un pueblo con una "larga historia colectiva y una cultura propia" a una parte de ese precedente histórico, político y cultural que es la Corona de Aragón, como recientemente admitía a regañadientes el presidente de la Generalidad en una entrevista con medios franceses.
En efecto, el derecho a decidir que plantean los nacionalistas catalanes es de una arbitrariedad sin parangón, porque a pesar de la retórica universalista de sus voceros queda claro que se trata de una magnitud cuya única unidad de medida es la Comunidad Autónoma de Cataluña. Pero ¿por qué limitar el ejercicio de ese inexistente derecho a los ciudadanos con vecindad administrativa catalana y no extenderlo al conjunto de los ciudadanos que comparten esa historia y esa cultura en que supuestamente se basa? ¿Por qué aplicar, como pretende el Gobierno autonómico catalán con la elaboración de un censo ad hoc para la consulta secesionista del próximo 9 de noviembre, un criterio administrativo a un proceso supuestamente basado en motivos ora culturales, ora voluntaristas? Es más, puestos a saltarse la ley elaborando censos paralelos para incrementar la participación rebajando la edad de voto a los dieciséis años y permitiendo la participación de inmigrantes no comunitarios, ¿por qué no permitir, además de la participación de los catalanes residentes en el extranjero prevista por la ley, la de los españoles de origen catalán residentes en otras Comunidades Autónomas? ¿Quizás porque creen que ello podría desviar al pueblo catalán de esa suerte de destino manifiesto que los nacionalistas le tienen reservado, que no es otro que la secesión?
El derecho a decidir a la carta ha sido pergeñado con el único objetivo de disgregar España precisamente ahora que, gracias a la Constitución de 1978, su pluralidad intrínseca está más reconocida y garantizada que nunca
La arbitrariedad de ese proceso, que para muchos resulta tan absurdo y angustioso como el de Kafka, no se acaba en esa discutible delimitación del ámbito geográfico y del cuerpo electoral del derecho a decidir, sino que, al mismo tiempo que entierra el principio constitucional de la "indisoluble unidad de la nación española" sobre la base de que no se trata de un problema jurídico sino de "voluntad política", pretende blindar la indivisibilidad de Cataluña. Es decir, que, por mucho que diga la Constitución votada por amplísima mayoría del pueblo español y por más del 90% de los catalanes, eso de la indivisibilidad de España es una antigualla jurídica. Sin embargo, de la posibilidad de que en un hipotético referéndum de autodeterminación en Cataluña los barceloneses o los tarraconenses, por ejemplo, optasen en el ejercicio de su correspondiente derecho a decidir por seguir formando parte de España, ni hablar ni parlar.
Sí se acepta, en cambio, el derecho a decidir del Valle de Arán, pero sólo a medias porque, tal y como explica el Síndico de Arán, Carlos Barrera (CiU), los araneses sólo podrían ejercer su derecho a decidir después de que lo haya hecho el conjunto de los catalanes, y sólo en el caso de que la mayoría de los catalanes respaldara la secesión. En tal caso, predice Barrera, el Valle de Arán se encontraría "muy cómodo con un estatus similar al que ahora tiene Cataluña dentro de España, una Comunidad Autónoma". Así pues, en la lógica selectiva del nacionalismo catalán, para que los araneses puedan ejercer su derecho a decidir primero debe consumarse la separación de Cataluña, incluido el Valle de Arán, del resto de España, es decir, que en ningún caso los araneses podrán decidir seguir formando parte de España sin antes haberse separado junto con el resto de los catalanes del resto de los españoles. Vaya, que la separación del resto de España es condición sine qua non para que los araneses puedan decidir "libremente".
Paradojas del derecho a decidir a la carta pergeñado, de espaldas a la pluralidad consustancial a la sociedad catalana, con el único objetivo de disgregar España precisamente ahora que, gracias a la Constitución de 1978, su pluralidad intrínseca está más reconocida y garantizada que nunca.