En este mes de abril, coincidiendo con el trigésimo tercer aniversario de la muerte de Josep Pla, la colección de clásicos de New York Review Books ha publicado The Gray Notebook (El quadern gris), en versión inglesa de Peter Bush. El quadern gris (traducido al castellano por Dionisio Ridruejo y Gloria Ros) es, con toda probabilidad, la obra más importante que ha producido la literatura catalana moderna, y también es —como hace poco escribía Arcadi Espada en El Mundo— el mejor dietario de la literatura española del siglo XX. La aparición de este libro en lengua inglesa y con el sello editorial con el que se presenta quizás le añadirá la consideración que merece como clásico de la literatura universal. Tengo la impresión, hasta donde yo lo puedo valorar, que Bush ha hecho un trabajo eficaz, y que el estilo resultante está a la altura de las circunstancias, aunque la voz característica de Pla —que se conserva casi intacta en castellano y en francés— suene a menudo en inglés con un timbre menos peculiar.
Hay que tener mucha miopía para ver en El quadern gris y en la obra de Pla en su conjunto el más pequeño rastro de localismo, si es que por localismo hay que entender la exaltación de lo local
El Quadern gris es una obra de pensamiento que opera más por la vía de la descripción que por la del lenguaje conceptual, es una obra narrativa llena de deliciosos retratos, y es también, y de modo muy notable, una obra de crítica literaria. Los comentarios que Pla hace de los autores de la literatura catalana, con juicios siempre matizados pero en los que no suele faltar nunca la necesidad personal de marcar distancias con los modelos literarios de estos autores, ayudan a reflexionar sobre los fundamentos de la prosa planiana, en la misma medida en que ayudan las comparaciones que establece entre los estilos de Azorín y Pérez de Ayala, las frecuentes alusiones a Baroja o la admiración que siente por los escritos de Ortega; pero para comprender la naturaleza literaria de la obra de Pla aún son más importantes los pasajes que dedica a la literatura universal. Por un motivo u otro, todos esos fragmentos de crítica literaria tienen siempre su punto de interés, pero ninguno resulta tan penetrante como las páginas que dedica a Marcel Proust y que cierran la entrada del 1 de octubre de 1919. A diferencia de muchos de sus contemporáneos, Pla entiende desde el primer momento la estética de Proust y eso le lleva a situar sus propias ambiciones estilísticas muy por encima del realismo. Las lecturas más superficiales de Josep Pla han generalizado el tópico según el cual su ideal literario es la observación y transcripción de la realidad palpable con un lenguaje popular y simple. No creo que nada de eso tenga la más mínima posibilidad de ser cierto. Pla se esfuerza por construir una prosa elevada, tanto en el léxico, que es normal en el sentido de perfectamente culto, sin concesión ninguna a la chabacanería que había impregnado, y vuelve a impregnar, el estilo de tantos autores catalanes, como en la puesta en juego de sus recursos poéticos sobre un ritmo y una sintaxis hábilmente forjados. En sus mejores momentos se puede encontrar en esa prosa —sin perder de vista las proporciones y la distancia entre los dos proyectos literarios— lo que él encuentra en el estilo de Proust: la facultad de superar las pueriles aspiraciones del realismo convencional poniendo de manifiesto "una realidad infinitamente más rica de elementos espirituales y sensibles". La preocupación de Pla por el estilo —preocupación bastante rara en la literatura catalana contemporánea— es uno de sus rasgos más universales, pero no el único.
He oído decir en numerosas ocasiones —y me parece que incluso lo he visto publicado— que al universalismo solo se puede acceder desde el localismo, y para ejemplificar esa tesis se cita a menudo la obra de Pla. Ahora bien, hay que tener mucha miopía para ver en El quadern gris y en la obra de Pla en su conjunto el más pequeño rastro de localismo, si es que por localismo hay que entender —¿qué otra cosa?— la exaltación de lo local. Pla habla principalmente de sus paisanos, de la gente de Palafrugell y del pequeño Ampurdán —como Flaubert suele hablar de la gente de Rouen, Chéjov de los funcionarios rusos y Faulkner de los habitantes de las tierras del Mississippi—, pero los retratos que hace de ellos, la exposición de las rutinas, las estupideces y las bajas pasiones de la gente que circula por sus páginas apuntan siempre a la condición humana en su estado más general, condición que Pla siempre aceptó como tal y que no por ello dejó de encontrar siempre deplorable.
En estos últimos años, el nacionalismo catalán ha intentado apoderarse de la figura de Josep Pla después de haberla repudiado activamente durante décadas. En el punto álgido del oportunismo delirante se ha llegado a asegurar que ahora sería independentista
La desconfianza de Pla hacia las manías de la gente, su horror a las ideas fijas, a las pasiones descontroladas, a la vanidad gestual, al mimetismo identitario, son cosas que ya sobrevolaban sus primeros escritos narrativos, publicados a partir de 1925, muchos de los cuales —convenientemente reformados— pasarían a integrar su obra de madurez. Esta visión del hombre le viene de una experiencia de vida alimentada constantemente por la lectura de los pensadores moralistas franceses. En El quadern gris habla con devoción de los Ensayos de Montaigne, elogia los Pensamientos de Joubert, alude a Chateaubriand, a La Bruyère, a Renard; aún no se refiere a Pascal, a la Rochefoucauld, a Chamfort, a Sainte-Beuve, como hará en futuras obras, pero la relación que establece Pla desde un principio con esta tradición constituye la espina dorsal de sus dietarios. Y cuando, con 82 años, publica Notes del capvesprol (Notas del crepúsculo, en versión castellana de Xavier Pericay), el mundo que había empezado a explorar desde El quadern gris con la aguda mirada del moralismo francés ya se le manifiesta con toda la crudeza que le ha ofrecido la historia inmediata. Ha visto morir a centenares de millones de personas por la inevitable acción de la estupidez humana, que no encuentra la manera de desarrollar todo su potencial destructivo hasta el invento de las grandes utopías. Como toda persona honrada, Pla había recelado siempre de las ideologías, pero después de la guerra civil y de las dos grandes guerras el asco que le inspiran los ideólogos ya es incomportable. En El hombre del abrigo Valentí Puig ha explicado mejor que nadie el pensamiento de Pla y la transformación que opera en su conciencia la barbarie del siglo, y es un acierto que New York Review Books le haya encargado la introducción de la edición inglesa. "Escribió sobre la tragedia de la vieja Europa —dice Puig en este prefacio—, que pronto sería reducida a escombros, desde la visión privilegiada del hombre que se ha quedado de pie en el andén mientras todo el mundo se sube a uno u otro tren ideológico".
En estos últimos años, el nacionalismo catalán ha intentado apoderarse de la figura de Josep Pla después de haberla repudiado activamente durante décadas. En el punto álgido del oportunismo delirante se ha llegado a asegurar que ahora sería independentista, y los tertulianos y articulistas afectos al Proceso se han hartado de proclamar, con la risita de conejo de quien cree que sus obsesiones hallan confirmación en los grandes sabios, que "como acostumbraba a decir Josep Pla, lo más parecido a un español de derechas es un español de izquierdas". No soy el primero en señalar la falsedad de tal atribución, pero como sea que la insistencia de quienes se sirven de ella parece no tener límite y, aprovechando que el origen de la manipulación se encuentra en un pasaje de El quadern gris, en concreto en la entrada del 28 de septiembre de 1918, me parece oportuno hacerlo constar una vez más con la esperanza de que tomen buena nota de ello. El padre de Josep Pla, que es el personaje que pronuncia la frase en cuestión, le dice a su hijo: "Piensa que lo que más se parece a un hombre de la izquierda, en este país, es un hombre de la derecha". Es obvio que el señor Pla se refiere al fanatismo ideológico. Es obvio que, en la obra de Pla, el país es el Bajo Ampurdán. Es obvio que el Bajo Ampurdán es, para Josep Pla, una representación del mundo y que Pla habla, como siempre, del hombre en general. Pla es incompatible con el nacionalismo; para darse cuenta solo hay que leerlo.