El dragón es, en la fiesta de hoy, el elemento telúrico, misterioso, imprevisto. Es el ingrediente de irracionalidad, de tiniebla y de magia que borda un día primaveral y festivo. Representa aquella fuerza incontrolable que en un momento dado fascina con su dominio salvaje, que ocupa, que impone, que quiere devorarlo todo. El dragón es el arquetipo de una pulsión profunda que anida en las praderas del alma. Pero es también el símbolo de una fuerza colectiva que, a veces, se instala en las junturas de una sociedad. Hoy, fiesta de san Jordi de 2014, el dragón está especialmente presente en los pliegues de la ciudadanía catalana.
Una nación entera con rostro de princesa se encuentra amenazada por un monstruo que se ha hecho fuerte en un paisaje de devastación
El dragón nacionalista es un monstruo que nació pequeño e inofensivo. Al principio, fue un animal simpático y exótico; un animal de compañía, que vegetaba en el jardín de los príncipes. Hacía las delicias de propios y extraños con su porte excéntrico y su vuelo desgarbado. Mostraba también cierta utilidad. Comía los animales que amenazaban la lozanía de las flores y montaba guardia en las noches desapacibles y solitarias del poder. Pero el dragón creció hasta hacerse dueño y señor del jardín. Nadie lo domesticó. Ronroneaba y le atendíamos con primor. Pedía más alimento y se lo entregábamos sin chistar. De las orugas pasó a los ratones, pero pronto solicitó los perros preferidos de la Corte. Convenía calmarlo, argumentábamos. Hasta que el dragón ha reclamado a la princesa.
El monstruo ha recabado un gran apoyo popular en su inusitada exigencia. Ha cautivado muchos corazones. Fascina su envergadura, gusta su fortaleza, emociona su novedad. Nuestro dragón esboza una constante sonrisa de caimán. Reclama la cabeza de la princesa y muchos le aplauden. Es cierto que el reino ha pasado por horas difíciles. Tiene las arcas vacías y se ha visto amenazado por el sitio de sus enemigos. Pero la princesa no entiende. Ella, que jugó con el dragón desde la infancia. Ella, que le dio todo lo que pedía. Ella, que contó con su compañía en los periodos de incertidumbre. No puede comprender que el dragón haya aprovechado su anemia y su desdicha para pedir su vida como botín. Así piensa nuestra princesa, que porta un nombre secular que a muchos –a veces a sí misma- le resulta extraño: nación española.
De este modo, una nación entera con rostro de princesa se encuentra amenazada por un monstruo que se ha hecho fuerte en un paisaje de devastación. La princesa sabe que ya no vivimos en periodos medievales. No habrá caballero que la salve. No habrá caballo blanco ni jinete heroico. Está ella sola ante el destino. Para hacerle frente debe fortalecerse. Debe recuperar su orgullo, su pasión, sus ganas de ser y de vivir. Esa nación con rostro de princesa, esa nación hoy secuestrada por un dragón interior, debe recuperar la voluntad de ser y abandonar la anemia sociológica en la que vive. Posee un envidiable patrimonio cultural, cuenta con resortes sociales, atesora una historia centenaria, luce creatividad, transita de nuevo por la senda del crecimiento. Tiene arte, tiene ganas, tiene futuro. Sólo debe creérselo.
Ha llegado la hora de la acción. Nuestra princesa debe hacerse querer y temer al mismo tiempo. Debe hablar y desmontar el rugido de mentiras con que amenaza su enemigo. Debe pisar constantemente el espacio que pastorea el dragón
El dragón habla día y noche de su dignidad. Pero la princesa, aunque débil, tiene también su dignidad y su carácter. La historia de su genealogía es trágica, pero no cobarde. Le acompañan las gestas de sus antepasados y la voluntad de no traicionar un legado. La princesa se prepara para el combate. Intuye que la clave del triunfo no reside en matar al dragón, sino en reconducirlo. En el monstruo hay pulsiones aprovechables, que pueden ser canalizadas. En este mundo posmoderno y pacifista, la princesa no puede matar al dragón. Debe lograr embridarlo y cabalgarlo, para aprovechar su fuerza y conducirla en beneficio de todos. También la energía del dragón puede ser productiva. Hay en él un deseo legítimo de mejora, una llamada a la regeneración, un reclamo de mayor justicia. Aunque no sea evidente, el dragón se alimenta, sobre todo, de esas esperanzas. Hay también una invitación a una mejor comprensión de la realidad pluricultural del reino. La princesa debe asumir y valorar como propio aquello que es también suyo, pero que en ocasiones ha considerado como ajeno.
La princesa no necesita un jinete que la salve ni un caballo que la guíe. Es capaz de valerse por sí misma y de cabalgar hacia el futuro sobre los lomos del dragón. Juntos pueden llegar muy lejos. Ciertamente, para domeñarlo y aprovechar lo que en él hay de genuino, habrá que desarticular su gesto populista y desmontar sus amenazas de fuego. El monstruo no juega de farol, pero su fuerza es más imaginada que real. Le gustan las bravuconadas y los fuegos de artificio. Ha llegado la hora de la acción. Nuestra princesa debe hacerse querer y temer al mismo tiempo. Debe hablar y desmontar el rugido de mentiras con que amenaza su enemigo. Debe pisar constantemente el espacio que pastorea el dragón. Y debe saber que no está sola. No vendrá san Jordi a salvarla. Pero en el propio ámbito que el dragón piensa dominar hay muchos que no están dispuestos a seguir viviendo bajo su garra tiránica. Hay un hormigueo de resistencia cívica y cultural. Muchos se están organizando para hacer frente al desafío. Los que antes no se hablaban comparten ahora el proyecto de proponer una Cataluña alternativa, próspera, justa, cosmopolita y plural. Una Cataluña, al fin y al cabo, donde no rija el monólogo cansino del dragón sino donde impere el coro enérgico de una sociedad abierta, pujante y viva.