Pensamiento
Los tres elementos
En cierta ocasión sorprendí con un habano entre los dedos a un conocido mío que unos meses antes me decía muy convencido que, sometiéndose al criterio de su cardiólogo, había dejado de fumar. Al expresarle yo mi extrañeza, me aseguró impasible que, en efecto, había dejado de fumar.
-¿Y eso? -le pregunto, señalando el habano.
-¿Eso? Ah, no, eso es un puro me responde con toda naturalidad.
No llegué a saber si el hombre era cínico o ingenuo, dos maneras de ser que a veces pueden confundirse. El misterio de tan curiosa actitud me lo resolvió un ensayo del pensador francés Clément Rosset que yo había empezado a leer aquel día por pura casualidad. Dicha obra, Lo real y su doble, explora en profundidad el significado y la estructura de la ilusión como algo inherente a la condición humana. Observa Rosset que el iluso reconoce la realidad pero rechaza sus consecuencias. Si es temerario se salta un semáforo en rojo sabiendo que puede causar una tragedia, pero decide que él está exento de esa clase de peligros. Si es ideólogo -sinónimo de iluso según la RAE- decide que todo lo que no encaja en la lógica de su proyecto tiene que ser ignorado o modificado. No es que deje de ver la realidad, pero la recorta o la alarga a su antojo como en el lecho de Procusto, y pretende que las medidas de su patrón sean reconocidas como las que mejor le van a la realidad, a modo de un sastre loco empeñado en convencer a su cliente de la indiscutible necesidad de hacerse el traje dos tallas más o dos tallas menos de la que le corresponde.
Rosset no habla en particular de las ideologías, pero sus mecanismos están a la vista de todo el que quiera estudiarlos, y escritores como Albert Camus y George Orwell, o como Josep Pla y Cyrill Connolly, que tuvieron, como otros muchos, el dudoso privilegio de vivir de cerca la época dorada de las grandes utopías, ya muestran en sus descripciones la intrínseca perversidad de la lógica militante, pero es Hannah Arendt quien expone con mayor precisión las características propias del pensamiento ideológico.
Es también propio de las ideologías la confusión de la causa con el efecto: el apoyo popular legitima el proyecto; no reconocerlo es antidemocrático
Partiendo de la constatación según la cual toda ideología contiene, por su misma naturaleza, un germen de dominación totalitaria aunque no siempre llegue a desarrollarlo, en el capítulo decimotercero de Orígenes del totalitarismo, Arendt señala tres elementos constitutivos de la ilusión ideológica: la orientación hacia la historia, la emancipación con respecto a la experiencia, y la adopción de una premisa axiomática de la que cabe deducir toda interpretación de los hechos. En cuanto al primero, Arendt aclara que se refiere a la historia en el sentido que se da habitualmente a la palabra, es decir, a lo que se considera oficialmente como la Historia. Por supuesto, este elemento y los dos que le siguen pueden resumirse en uno solo: el desprecio a la realidad; de lo que se desprende que la adhesión del militante -no pudiendo mirar al mundo sin someter las impresiones que recibe de él a la doctrina a la que se entrega- tenga que ser forzosamente incondicional, emotiva. Así se explica que las ideologías se conviertan con facilidad en un fenómeno de masas. Sin duda tal conversión no podría lograrse si sus principios no fueran todos reducibles a consignas y sin la mediación de la propaganda, y es esta la razón por la que las ideologías no entran en política hasta épocas muy recientes y no llegan a desarrollar todo su potencial totalitario hasta el siglo XX, cuando las comunicaciones, y en especial el cine y la radio, ya les permiten introducirse instantáneamente en todas las cabezas.
Y bien, una vez conquistado ese estadio, es también propio de las ideologías la confusión de la causa con el efecto: el apoyo popular legitima el proyecto; no reconocerlo es antidemocrático. La estrategia es de una eficacia arrolladora y su éxito puede medirse por la capacidad de imponer el mito más allá de su ámbito de influencia. En el caso catalán, son muchos los que, sin ser independentistas, dan por hecho que lo que ocurre en Cataluña desde hace un tiempo surge espontáneamente de la iniciativa ciudadana, de lo que con toda ridiculez se ha dado en llamar "la sociedad civil", y es muy significativo que The Financial Times, en su editorial del pasado 15 de diciembre, dijera que "más que conducir a su pueblo, Mas es conducido por él". Como es obvio, la afirmación del periódico británico no procede de un análisis imparcial del editorialista, sino más bien de la asimilación mimética del discurso independentista, pues nadie que se tome el asunto en serio puede creerse que las grandes manifestaciones del 11 de Septiembre responden a una toma de conciencia de ciudadanos libres y bien informados.
Para este grupo estelar y sus entusiastas seguidores todo lo que refuerza sus alegaciones se halla revestido de la máxima dignidad democrática aun cuando nada tenga que ver con la realidad
No puede negarse al nacionalismo su pericia en la captación de una opinión pública favorable a la ideología que ha ido implantando desde los inicios del pujolismo con amplio despliegue de medios. Se trata de una ideología con un grado de pureza muy elevado, pues responde con todo rigor a los tres elementos que Hannah Arendt distingue en cualquier ideología: fundamenta lo que reclama en una historia adaptada a la medida de sus ideólogos, se mantiene emancipada de la experiencia y deduce todo lo que afirma de una premisa axiomática. En cuanto a la orientación hacia la Historia, solo hay que darse una vuelta por el Borne o recordar el reciente simposio España contra Cataluña para ver el alcance que tiene. Los ejemplos de emancipación son abundantes, pero quizás el más espectacular de todos sea el que ha protagonizado estos últimos días del año el cuarteto compuesto por el juez Santiago Vidal, la dirigente de la ANC Carme Forcadell y los periodistas Jaume Barberà y Pilar Rahola a propósito del falso dictamen del Tribunal Internacional de Justicia de La Haya. Para este grupo estelar y sus entusiastas seguidores todo lo que refuerza sus alegaciones se halla revestido de la máxima dignidad democrática aun cuando nada tenga que ver con la realidad. Pero mucho antes que el cuarteto, buscando ya la plena identificación de Cataluña con Kosovo, hubo quien se puso a asegurar sin empacho que la cultura catalana padece un genocidio. El más preclaro defensor de esta tesis fue el ahora flamante candidato de ERC al Parlamento Europeo, el catedrático de filosofía Josep Maria Terricabras, quien gracias a su exaltada sabiduría pudo exponer tan rigurosas conclusiones sin temor a que el CAC le llamara la atención por uso banal de la palabra genocidio. Mayor emancipación no parece posible; este hombre ha de ser nombrado director del Consejo General de Emancipación que tarde o temprano deberá crear el presidente Mas.