Este último artículo, aparecido en La Vanguardia el 21 de diciembre de 1934, da fe de las infaustas consecuencias que tuvo para la autonomía catalana la insurrección del Gobierno de la Generalidad, con su presidente Lluís Companys a la cabeza, el 6 de octubre de aquel mismo año. Tal y como indica el responsable de la edición, el ensayista Jordi Amat, "Gaziel seleccionó intencionadamente unos artículos y no otros por su contenido, porque quería trazar una crónica, la suya, la de unos años capitales de la política catalana y del movimiento catalanista. Una crónica que, filtrada por él y por los años, se había transformado en un ensayo de historia política elaborada por quien había sido uno de sus intérpretes más lúcidos de aquellos tiempos".

Gaziel, de esta manera, quiso acotar un periodo de la catalanidad y el movimiento catalanista entre los años posteriores a la Primera Guerra Mundial y la supresión del Estatuto de Cataluña. Entre 1922 y 1934. Gaziel describe admirablemente la algarada esperpéntica del 6 de octubre. Ahí Josep Dencás:

"A las doce y cuarto, estando en mi despacho, solo, rodeado por la casi completa soledad de los talleres y oficinas del periódico, oigo inesperadamente, por el aparato de radio, que el consejero de Gobernación, señor Dencás, anuncia la salida a la calle de los somatenes adictos a la Esquerra, para que garanticen, dice, el orden público contra la F.A.I. ¿Contra la F.A.I.?".

Ahí un fachendoso Miquel Badía:

"Veo bajar por la calzada central un automóvil descubierto, a gran velocidad. Lleva dos hombres delante y dos detrás. La carrocería es de color oscuro, con un ribete rojo, y tiene plegada la capota gris. El hombre que va en el asiento de atrás, a la derecha, es Badía, el famoso ex jefe de los servicios de policía de la Generalidad. Va con la cabeza descubierta y los negros cabellos echados al viento, y su cara enjuta y morena tiene una expresión satisfecha, casi risueña, de mando resuelto y seguridad en sí mismo...".

Por la tarde, Companys proclama el Estado catalán. Gaziel sigue por radio los delirantes llamamientos a la lucha:

"Catalans! Dempeus! Catalans! Alceu-vos en armes! Pero ¿para qué? ¿No estaban ya alzados, a aquellas horas, cuantos debían alzarse? Probablemente no, porque el extraño general que peroraba, más que combatía, continuaba llamando con la mayor urgencia a los socialistas, a los rabassaires, a todo el que quisiera darse por aludido, hasta a los comunistas. ¡Un hombre de gobierno, pidiendo auxilio a los comunistas! Pero, ¿qué pesadilla era ésa?".

A la pesadilla puso fin el comandante de la cuarta división, general Domingo Batet, militar catalán, liberal y católico, que en 1937 sería fusilado por orden de Franco por su negativa a sumarse al golpe de Estado. Para Gaziel, pues, con el ridículo del Gobierno autonómico de 1934, todo estaba perdido.

Catalanismo

En un lapso de doce años el catalanismo político vive años galvanizados y convulsos. Escribe el periodista de La Vanguardia Enric Juliana en el prólogo:

"La dictadura de Primo de Rivera, la disolución de la Mancomunidad, el derrumbamiento de la Lliga, el desgaste del objetivismo novecentista, la lenta disolución de la figura de Cambó, la irrupción del coronel Macià, la acentuación popular del catalanismo, las ilusiones de la República y del nuevo Estatuto, la alianza del subjetivismo y el radicalismo de unas incipientes clases medias que se creen capaces de dominar políticamente la tensión interna de una Barcelona socialmente explosiva y embarullada, la entrada en escena de los milhombres, la derivación más fachendosa del subjetivismo catalanista -una figura otra vez hoy muy presente en el país-, el error del 6 de octubre y, acto seguido, la intuición cierta de que todo acabará mal. Muy mal".

Más allá de su afrancesamiento cultural, Gaziel conocía bien Francia. De sus años de estudiante, cuando la Primera Guerra Mundial lo convierte en periodista. Uno de los más grandes. Tal vez por su conocimiento de la historia y la psicología francesas se muestra más afiladamente irónico con la francofilia de la nueva intelectualidad catalanista, agrupada en Acció Catalana:

"El pleito catalán, a los ojos de los franceses más inteligentes o enterados (pues a los restantes ni siquiera les interesa), no tiene otra importancia que la de una calamidad más en el número, ya casi infinito, de las calamidades inherentes a la decadencia de España. Para los franceses, el nacionalismo intransigente catalán no es, ni mucho menos, que un fenómeno sintomático, de la misma calidad y alcance que los fracasos coloniales, la desorganización financiera, el desorden del ejército y la marina, etc., etc. Es decir: una de tantas consecuencias de la falta de un Estado fuerte y vigoroso".

Para Gaziel, este independentismo que busca en Francia, el Estado más centralizado de Europa, un aliado para sus reivindicaciones adolece de un sentimentalismo pueril, se muestra "beato e ingenuo"; en definitiva, es "un separatismo de quinto año de bachillerato". La catalanidad de Gaziel, su catalanismo, se contrapone en estos artículos a lo que él denomina "un nacionalismo catalán intransigente" y a un romanticismo atrabiliario y confabulador que, por ejemplo, el periodista describe en el artículo "El complot de Perpiñán", maniobra dirigida por Francesc Macià:

"Cuando Pío Baroja reedite nuevamente esta obra suya, debería hacer en el título un ligero retoque. Debería escribirla así: Los penúltimos románticos. Los últimos son otros, son esos separatistas catalanes que conspiran de buena fe en Bois Colombes, en las afueras de París -como sus antecesores los españoles de 1860-, en una casita sobre cuya puerta sórdida hay una placa que dice: Estat Català, así, rotundamente, ingenuamente, con el mismo profundo y misterioso candor con que podría decir Paraíso de Mahoma...".

II República y La Vanguardia

"Cataluña fue, entre todas las tierras de España, la que más contribuyó al advenimiento de la dictadura. Durante los seis años largos de su duración, Cataluña ha sido la que menos hizo para derribarla. Ahora, caída la dictadura, ¿qué hará Cataluña?", se pregunta Gaziel en un artículo de 1930 asimismo interrogativo, "¿Una nueva Cataluña?". Se había finiquitado la dictadura de Primo de Rivera y estaba por venir una II República tan breve como intensa y dinámica. Con el nuevo orden democrático Gaziel conseguirá la dirección unipersonal de La Vanguardia. Carlos Godó, a la sazón propietario de la cabecera, pretendía acomodar la línea editorial a los nuevos vientos republicanos y nadie mejor que un catalanista moderado, un intelectual políticamente de centro como Gaziel, para realizar el suave viraje. Curiosamente, según relata Manuel Llanas en el ensayo biográfico Gaziel: vida, periodisme i literatura, será el propio Godó, espoleado por el nuevo director de La Vanguardia tras la Guerra Civil, Luis de Galinsoga, quien promoverá el expediente de responsabilidades políticas al periodista y servirá de testigo de la acusación. Así empiezan los años de la travesía en el desierto que propiciarán, en el erial del exilio interior, las lúcidas y ásperas Meditacions en el desert.

Unos años antes, Gaziel todavía llamaba a la responsabilidad civil, al compromiso intelectual y a la decencia política para hacer viable el nuevo orden democrático:

"En fin: que en monarquía como en república, y más en esta que en aquella, el orden no cae del cielo, como el maná, ni brota mágicamente de las instituciones, sino que lo crean diariamente los ciudadanos, sobre todo los más encumbrados e influyentes, interviniendo en la vida pública, sacrificándose cuando es necesario y asistiendo en todo momento a los encargos de defender lo implantado contra toda injusta tentativa de suplantación".

Para Gaziel ha llegado la hora del pacto, la negociación y el diálogo. Palabras manoseadas pero que forman parte del buen funcionamiento de un sistema democrático. La hora de la diplomacia. Una diplomacia que, según el escritor, casa mal con el carácter impaciente, abrupto y materialista del catalán. Llega a remontarse al regeneracionista Ángel Ganivet para explicar en metáfora ciertas constantes del nacionalismo radical catalán: cuando el juego no le es favorable, tira las cartas y pide que vuelva a repetirse la partida. Así pasó con la bisoña autonomía:

"Si alguien creyó que la autonomía iba a ser una panacea para curar los males de Cataluña y hacer felices a los catalanes todos, la culpa del desengaño no es del régimen autonómico, sino de quien se forjó de él una idea tan primaria. La autonomía entraña, por encima de una mayor comodidad, una mayor responsabilidad. La comodidad, en todo caso, vendrá a medida que la responsabilidad se acepte y los deberes que impone se ejerzan más ampliamente".

Sorprende la independencia de criterio, la crítica sin trinchera y el análisis que parte de una subjetividad que pocas veces se deja arrastrar por la víscera vocinglera. La lucidez del escritor es admirable. Afirma Juliana en el prólogo que a veces Gaziel "riñe". Riñe cuando le duele Cataluña, que le duele un rato, y cuando ejercita la vena más cívica y progresista del novecentismo. Sea como fuere, la modernidad de estos artículos -y su prosa sin pompa y con la justa suficiencia (que la tiene) irónica- más que admirable es intelectualmente higiénica, porque, pese a que la situación actual de España poco tenga que ver con la de los años 30, nos ofrece un retrato vívido y palpable de las distintas corrientes ideológicas del catalanismo. Desde Prat de la Riba y Cambó (este último, el político catalán que mejor trato recibe en estas páginas, aunque también sea objeto de censura por no haber sabido leer la República) hasta los citados Macià, Companys y los chicos de Acció Catalana.

Iberia y Cervantes

Por otra parte, el iberismo -que Gaziel explotaría en su literatura viajera- resuena melancólicamente lejano. Como aquellos tiempos en que en ninguna casa catalana, por modesta e iletrada que fuera, faltaba un ejemplar de El Quijote en el anaquel. Gaziel admiraba profundamente la obra de Cervantes y constata que el mejor homenaje de este autor a la ciudad no se encuentra en los varios ditirambos funcionales y pirotécnicos que le dedicó, sino en la sencilla y sensual descripción que acompaña la llegada del descocado caballero y su escudero a tierras catalanas: "El mar alegre, la tierra jocunda, el aire claro...".

En Barcelona, el Quijote recupera la cordura. Una cordura muy jaleada en Cataluña pero no siempre abundante, sobre todo entre sus políticos. Gaziel la cultivó y la mantuvo. Su inteligencia, cordura y capacidad crítica fueron incómodas en años propicios para aventureros irreflexivos y enconados. Entre las dos Españas cansinas, el escritor optó por una tercera vía muy poco transitada por estos pagos: la del sentido común. Como muestra, el cierre del artículo final, "La clara lección", con el que abría esta pieza:

"No busquemos, pues, ninguna explicación absurda a nuestro infortunio, ya que la única y principal es muy clara. Los culpables de cuanto le ocurre a Cataluña somos los catalanes. Los partidos que nos representaron, y nosotros que les indujimos a que lo hicieran tan mal. Y esto es todo. Si sirve de lección para el futuro, venga el dolor, que será enseñanza. No lo rehusemos. Al contrario: aneguémonos en él, pues nada fortalece tanto como la amargura de la adversidad lúcidamente destilada hasta el fondo de las propias entrañas. Un día saldremos de este negro pozo en que caímos. Pero que, en adelante, nos sirva esta clara lección: solo podremos triunfar en España yendo todos los catalanes fuertemente unidos, como una irrompible falange, y además sólidamente abrazados con el mayor número posible de españoles hermanos".

Valga la lección.