La vuelta al cole llega este año con una novedad que ha generado debate: la prohibición total de los teléfonos móviles en las escuelas catalanas, tanto en primaria como en secundaria. Una medida que, más allá de su apariencia de sentido común, abre un debate incómodo sobre lo que entendemos por educación.
Porque, en este caso, educar no debería ser prohibir. Educar es enseñar a los alumnos para que entiendan que el aula no es lugar para consultar TikTok en plena clase de matemáticas, sino para aprender a resolver un problema y no quedar luego como 'catetos' sin saber el cambio que tenemos que recibir en la panadería.
En este sentido, la prohibición transmite el mensaje de que hemos fracasado como sociedad en enseñar a los jóvenes a convivir con la tecnología. Por supuesto, la responsabilidad no puede recaer únicamente en los profesores: empieza en casa. Si se enseñara que en la mesa no se cena con el móvil en la mano, sería mucho más fácil poner límites también en la escuela.
Otra cosa distinta es el uso en clase. Y ahí sí deberíamos ser más contundentes: si un alumno saca el móvil para distraerse, debe haber consecuencias claras y visibles. No una reprimenda simbólica, sino un castigo notorio que marque la diferencia. Porque no se trata de criminalizar la tecnología, sino de dejar claro que en el aula se va a aprender.
Además, conviene recordar que los móviles no son una novedad disruptiva. Generaciones anteriores ya llevábamos teléfonos a clase —aquellas viejas BlackBerry o incluso los Nokias con el juego de la serpiente—, y aun así nuestros resultados en PISA eran mucho mejores que los actuales. No por tener un aparato en la mochila se pierde el interés por el estudio.
Y es que es innegable: la tecnología ha cambiado, y con ella ha evolucionado la sociedad. Precisamente por eso, la necesidad hoy no es prohibir, sino educar, poner límites claros y acompañar a los alumnos en una desintoxicación necesaria del móvil durante las horas de clase.
Por otra parte, no podemos obviar la realidad: muchos alumnos van y vuelven solos al colegio porque los horarios de trabajo de sus padres no permiten otra cosa. ¿Cómo negarles una herramienta que les permite avisar de un retraso, pedir ayuda en caso de emergencia o simplemente tranquilizarse con una llamada? Cortar de raíz esa comunicación fuera del aula es, además de irreal en la sociedad, contraproducente.
Por supuesto, siempre habrá quien diga: “nosotros también íbamos solos al colegio y nunca pasó nada”. Pero la realidad es que ya no vivimos en la misma sociedad. Ni en número de habitantes, ni en dinámicas urbanas, ni en riesgos.
El mundo de hoy es otro: más rápido, más conectado y también más inseguro. Pretender que un niño del 2024 se mueva por la ciudad como lo hacía uno en 1980 es tan ingenuo como pedirles que vuelvan a mandar cartas en lugar de mensajes de WhatsApp. No se trata de dar la espalda a la tecnología, sino de aprender a convivir con ella y usarla como aliada.
El teléfono móvil no es el enemigo. El enemigo es la incapacidad para enseñar un uso comedido y responsable. En vez de prohibir, deberíamos aprovechar la oportunidad para educar en el uso de las nuevas tecnologías. Porque si dentro de unos años seguimos obteniendo resultados mediocres en los exámenes PISA, ¿a quién vamos a culpar? Ya no podremos culpar al teléfono móvil.
Educar es preparar a los alumnos para el mundo que ya existe, no para uno ficticio en el que las pantallas han desaparecido. Lo contrario, prohibir, es simplemente rendirse...el camino fácil.