Pásate al MODO AHORRO
El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, durante su comparecencia en la comisión de investigación del 'caso Koldo' en el Senado

El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, durante su comparecencia en la comisión de investigación del 'caso Koldo' en el Senado Eduardo Parra Europa Press

Pensamiento

'My Own Version of Me'

"La política ha sido siempre una actividad autorreferencial: los antiguos monarcas creaban cortes para disfrutar con la adoración y recibir la sumisión de sus súbditos"

Publicada

Se trata de una epidemia. Probablemente sin cura ni tratamiento posible. Así que más vale que, igual que en los tiempos pretéritos de la dictadura los problemas de escasez y de hambre se justificaban, como cuenta Miguel Ángel del Arco en su compendium histórico sobre La hambruna española (Crítica), culpando a la “pertinaz sequía” de todo, ahora cabe decir –y de hecho decimos– que la transformación de la gestión política en un nuevo género de la literatura de ficción ya no tiene vuelta atrás.

La enfermedad es crónica y su narrativa, irónica. No hay día en que nuestros gobernantes –que no gobiernan, mayormente posan– no nos deleiten con un sinfín de vídeos en internet con actos, eventos, iniciativas colosales, foros, diálogos, mesas de debate y otras zarandajas para comunicar –que es el nombre que ahora dan a la propaganda– sus inquietudes, intereses y esfuerzos en favor de la Nación –léase Estado, si lo prefieren– o nos retransmitan hasta su intimidad. No quedan horas libres en su agenda –el último verbo-tendencia en los ámbitos gubernamentales y empresariales es agendar– para tanto relato. Falsísimo, por supuesto.

La política ha sido siempre una actividad autorreferencial. Los antiguos monarcas creaban sus cortes para disfrutar con la adoración y recibir la sumisión de sus súbditos. De su círculo más estrecho, siempre arrodillado, salía el traidor que ambicionaba su corona, como nos enseña Shakespeare. La Revolución francesa, tras derribar los cimientos del Antiguo Régimen, entronizó a otro soberano (la Ciudadanía) y creó un calendario y una religión laica, pero no renunció al placer de la adoración perpetua.

No deja de ser cómico que la revuelta jacobina desembocase en Napoleón, modelo de tantísimos autócratas posteriores, desde los fascistas a los comunistas. No existe ningún señorío sin siervos, del mismo modo y manera que los actores de teatro necesitan una audiencia pendiente de ellos o un conferenciante, figura arqueológica a la que antaño se iba a escuchar, no a ver, requería un público, por modesto que fuera. De esta misma forma conciben los políticos a su grey: como espectadores de su propio cuento.

El ministro Cuerpo (Carlos) distribuía con orgullo a comienzos de este mes en las redes sociales el vídeo de un viaje. “Dos intensos días de trabajo en Londres resumidos en dos minutos”, decía el titular de la cartera de Economía.

La pieza en cuestión (que hemos pagado todos y se titula On the road again, como si Cuerpo fuera el Neil Cassady de la novela de Jack Kerouac) comenzaba con un despertador sonando a las seis de la mañana, un trayecto desde Barajas a Heathrow y un desayuno (multitudinario) entre el ungido, cuyos devotos dicen que domina el japonés (de Google) y su equipo para repasar los temas de la jornada. Como diría el antipoeta don Nicanor (Parra): “¡Qué interesante, puchas, qué interesante!”.

¿A alguien le preocupa de verdad la jornada oficial del ministro? Absolutamente a nadie, claro está, pero que sus hazañas (el vídeo tiene 377,4 mil visualizaciones) tengan difusión se debe a que se ve sin pagar y, empotrado en su séquito, además del jefe de propaganda, el director de comunicación y el resto (cantabile) de la comitiva iba un grupo de periodistas (cuyo viaje también pagamos todos) pendiente de cada paso, acto y pose del ministro. Ellos se lo guisan y ellos se lo comen. Nosotros, financiamos.

Pero no hay necesidad de ser tan severo: gracias a esa obra maestra –que sigue la estela de Jean Rouch, Godard o Michel Brault, autor de Le beau plaisir (1968)– sabemos ya que el cine verité ha evolucionado desde los rodajes ¡sin artificios! hasta la falsedad (mítica) de los antiguos duros sevillanos –moneda común en tiempos de Alfonso XIII–, donde la plata no se veía por sitio alguno.

Cuerpo sonríe muchísimo en su biopic, se reúne con gente que no conoce de nada (pero que le escucha con sumo interés) y saborea un “picoteo afterwork” con todos sus colaboradores –ese ejército de pescados– porque Él, aunque sea ministro del Reino, es también persona, un ser humano, un hombre-algoritmo humilde como el que más (siendo todo esto lo de menos).

Lo de Cuerpo no es más que un ejemplo elegido al azar. En las redes sociales hay un sinfín de antologías similares. De todo el Gobierno y de su presidente. De concejales, de munícipes de distrito y de solemnes regidores de remotas pedanías. Todos ellos, por supuesto, son el Estado.

Sin ir más lejos, en los últimos días hemos visto a Sor Yolanda del Ferrol dar ruedas de prensa con una camisa blanca y una corbata de luto –para que se la vea empoderada, dado que hace bastante que no se siente escuchada o, como dice Ella, “en el centro”– o al Insomne Sánchez, el rey del circo, ponerse y quitarse rítmicamente (en un gesto mecánico) unas gafas de los tiempos en los que hasta nosotros éramos inocentes niños, que ya es decir.

Sabíamos que la política posmoderna ya no consiste en saber o en gestionar nada. Basta con simularlo. Y también que sus personajes heredaron del teatro primero, y del cine después, todas las técnicas del fingimiento. Que todo el asunto se reduce a dar la mejor versión de ti mismo (My Own Version of You, canta Dylan en una canción inspirada en el mito literario de Frankenstein).

Pero este insufrible carrusel de políticos cuyo nombre nadie conoce y nadie recordará contándonos a todas horas del día, de la tarde y de la noche su bullshit en bucle es tan insoportable como poner la radio, ver la televisión o mirar un diario para toparse, sin remedio, con la vida exagerada del prócer de tu pueblo.

A veces desearíamos –ustedes y Dios nos perdonen– que volviera a irse de golpe la luz, como cuando el misterioso gran apagón, que todo se detuviera muchas horas y que, aunque no pudiéramos comprar nada con la tarjeta de crédito ni tampoco comer caliente, regresara de nuevo el silencio y la paz del Medievo.