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El fiscal general del Estado, Álvaro García Ortiz, en una imagen de archivo durante el tradicional acto de apertura del año judicial celebrado en el Tribunal Supremo

El fiscal general del Estado, Álvaro García Ortiz, en una imagen de archivo durante el tradicional acto de apertura del año judicial celebrado en el Tribunal Supremo Chema Moya Agencia EFE

Pensamiento

'Bajo las togas'

"Cuando ya no es posible escribir, sino más bien leer y reescribir, las sentencias reescritas se amontonan en los juzgados, convertidas en Babelias de papel y tecnicismos que esconden verdades de parte"

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Andrés Martínez Arrieta, Susana Polo, Manuel Marchena, Antonio del Moral, Juan Ramón Berdugo, Ana Ferrer y Carmen Lamela. Son los siete magistrados del Tribunal Supremo que juzgan al Fiscal General, Álvaro García Ortiz, y la mayoría de ellos ya mostraron su celebridad al imputarle. Mientras transcurre el juicio oral más bizarro de la historia judicial española, bajo las togas se adivinan deseos incontables, al ritmo de las asociaciones de la magistratura  que deciden la jurisdiccionalidad. Y esto último no parece importarle al Consejo General del Poder Judicial, el órgano que debe velar por el rigor profesional de los jueces, pero que no aparece y cuando lo hace, ni modo.

Aquí no hay escrutinio que valga; en España las togas son el corazón de la política (igual que en Francia, Italia y otros países dualizados). La maraña indiciaria de los hechos en contra de García Ortiz se disuelve como un azucarillo en agua ardiente. Los fiscales despiden al jefe entre aplausos y en la Sala del Supremo se ve una instantánea que supera los datos: en la silla de la acusación no hay nadie y en la silla del acusado aparece el Fiscal General con toga. Mal rollo.

Hay una calle atónita hecha de mensajes y preguntas por una supuesta filtración de la que sabe mucho Miguel Ángel Rodriguez, el inmarcesible pregonero de Ayuso. Mal fario, pero nada que no cuente con antecedentes generados desde el pleistoceno narrativo, con Henry Fonda en la película de Sidney Lumet, Doce hombres sin piedad. No se puede condenar avant la lettre. Lo demostró Aticus Finch (Gregori Peck) en Matar a un ruiseñor y se vio en Vencedores y vencidos (Judgement at Muremberg, dirigida por Stanley Kramer), el día en que Spencer Traci dijo que “debajo de las togas se adivinan las espadas”. Fijémonos bien; Nuremberg no fue cualquier cosa. Los nazis estaban en el banquillo, pero allí también se extremaron las garantías procesales. Lo ha recordado, en 24 Horas, el fiscal Carlos Castresana, autor del libro Bajo las togas.

Castresana es el exmagistrado de la Justicia Internacional que condenó a Videla y Pinochet cuando, en lo democrático, España iba por delante del mundo. El total de la biblioteca de la jurisprudencia discutible revienta sus encastes. Como escribió Borges en Pierre menard autor del Quijote, es inútil y pretencioso escribir y producir textos infinitos a través de los propios textos. Es lo que le ocurre a la Justicia cuando, en sus autos, produce literatura sincrética y estigmatizada por un poder autoproclamado. 

No existen motivos profilácticos para acusar al Fiscal General. Cuando ya no es posible escribir, sino más bien leer y reescribir, las sentencias reescritas se amontonan en los juzgados, convertidas en Babelias de papel y tecnicismos que esconden verdades de parte. ¿Qué pasará ahora con la Sala del Supremo formada por cuatro magistrados conservadores y tres progresistas? El principio acusatorio hace aguas. La división de poderes zozobra en el derecho procesal calculado. De momento, sonríe el dúo de la derecha, Feijóo-Abascal, el abanderado del miedo y su Minotauro.