Cada verano, como una maldición que se repite, el sur de Europa se ve envuelto en llamas. Las imágenes de incendios arrasando paisajes mediterráneos se han convertido en una constante. Grecia, Italia, Francia, Portugal y España son escenarios de devastación. En Cataluña, desde los incendios de finales de los años ochenta en el centro del territorio, y más tarde en el Empordà y el Ebro, se han sucedido debates e informes sobre cómo prevenir sus efectos.

Es cierto que hemos avanzado. Conocemos mejor el comportamiento del fuego, disponemos de más recursos para combatirlo. Pero siempre hay una necesidad latente: más medios, más manos, más voluntad. Hoy se habla de incendios de sexta generación, y muchos ciudadanos, desconcertados, se preguntan qué significa eso. La sensación de impotencia, cuando se instala, es peligrosa.

Ante la emergencia climática, la cultura del escepticismo —ese “si no lo veo, no lo creo”— alimenta los discursos negacionistas. Las olas de calor se atribuyen a causas misteriosas, nunca a nuestros propios hábitos. La culpa, como siempre, parece ser de otros.

Uno de los factores más determinantes que hemos aprendido a reconocer es el abandono rural. El bosque crece, sí, pero lo hace de forma desordenada, y en ese caos se gesta el fuego. La mayoría de los bosques son de propiedad privada. Más del 70% según las diferentes referencias estadísticas.

Tener un bosque era, no hace tanto, símbolo de prosperidad. Hoy, sin embargo, los cambios en la gestión del territorio, la construcción, el medio ambiente y la falta de ayudas han dejado al propietario sin incentivos para cuidar su patrimonio. Los costes y la burocracia son, para muchos, una barrera infranqueable.

Los expertos insisten: la prevención comienza en otoño, continúa en invierno y se refuerza en primavera. Pero ¿dónde están los rebaños de ovejas y cabras? ¿Dónde los pastores? Vemos el bosque como un paisaje, como belleza pura, y esa mirada estética nos impide ver la urgencia de cuidarlo, de limpiarlo. Los pueblos vacíos, con casas cerradas y solo algunas reconvertidas en segundas residencias, hacen que los caminos y campos abandonados se conviertan en terreno fértil para el fuego.

El relato urbano ha ganado fuerza, mientras el sector agroforestal se ha quedado sin relevo generacional. Los verdaderos gestores del territorio desaparecen. No podemos caer en la tentación de pensar que todo debe hacerlo la administración. También nosotros tenemos nuestra Catalunya vaciada. Aproximadamente el 9% de la población catalana vive en áreas rurales que representan el 76% del territorio.

En cambio, el Área Metropolitana de Barcelona ocupa solo 3,7 del territorio, pero alberga el 62 de la población. Las mejoras en las comunicaciones han facilitado el éxodo hacia las capitales de comarca. Los datos de abandono son elocuentes. Los servicios están allí; el silencio y la soledad solo se rompen parcialmente los fines de semana. En algunos lugares, el precio de la vivienda modula esta realidad, pero son residencias nocturnas, no vidas arraigadas.

Romper la inercia de ver el mundo rural como un espacio de ocio desde la óptica urbana requiere determinación. Combatir el cambio climático, frenar el calentamiento global exige mejorar la salud de nuestros bosques. Necesitamos una industria agroforestal sostenible y eficiente. Energía, salud, construcción: todos pueden beneficiarse. Es urgente generar políticas fiscales que incentiven el retorno al campo, con programas ocupacionales que formen a los trabajadores forestales. Facilitar la rehabilitación y construcción de vivienda es esencial. El bosque necesita gente que viva cerca.

En los próximos presupuestos de la Unión Europea, sería deseable que la Política Agraria Común (PAC) —que se quiere reducir—, y el acuerdo UE-Mercosur, no se utilicen como excusa para dejar de incorporar la prevención de incendios como prioridad, junto con otros factores climáticos que afectan a muchos países, como las inundaciones. Porque cuidar el territorio y sus alimentos es cuidar de todos.