“Hasta que Carles Puigdemont vuelva y Junqueras sea candidato no habrá normalidad”. ¿Dónde? ¿En España? ¿En Cataluña? La frase es de Salvador Illa, presidente socialista de la Generalitat, y fue pronunciada poco después de reunirse, en Bélgica, con el fugado.
Venía, en un cuerpo de letra enorme en la portada dominical de La Vanguardia, el diario más leído por la burguesía catalana. Con todo mi respeto a Illa y a la burguesía del mundo entero, tanta consideración hacia el líder de Junts, el mismo que convocó el referéndum ilegal y organizó los demás actos de sedición (o rebelión), resulta difícil de comprender.
La única explicación para exigir tanta “normalidad” es que Pedro Sánchez necesita los votos del fugado para seguir sobreviviendo en la Moncloa.
Los mensajes de buena voluntad del líder socialista catalán se han publicado poco después de que, en julio, la Comisión Europea dictaminase que la Ley Orgánica de Amnistía elaborada por el Gobierno de Sánchez parece “una autoamnistía”. Rápidamente, la falta de comprensión europea ante la ley de Conde-Pumpido se ha olvidado. Aquí lo que pasa es que los catalanes, y perdónenme el silogismo, vivimos en la anormalidad. Somos, pues, anormales.
Cataluña vive desde 2017 en una realidad paralela, de la que incluso los independentistas quieren creer que ya han salido. La llegada del pragmático Illa a la presidencia dio un respiro a las empresas, cuyas sedes van retornando, y a los ciudadanos, hartos de aguantar los desgobiernos de Junts y ERC. Sin embargo, es difícil olvidar que esta pax romana se basa en tragar y hacer ver que aquí no ha pasado nada.
El nacionalismo/independentismo catalán, el de siempre, se dedica ahora a intentar ser como Bildu: fuerte y necesario en Madrid. Sánchez les asegura un futuro a corto plazo bien pagado. Mientras esos líderes con cuentas pendientes por malversación y otras minucias se dedican a la negociación sin fronteras, el nacionalismo moderado cae en las encuestas. La supuesta anormalidad no ciega al votante y el desprestigio de los partidos clásicos, ante tanto cambalache, provoca la subida imparable de Aliança Catalana.
Sílvia Orriols, la líder ultranacionalista, se dedica a poner nerviosos a todos. La alcaldesa de Ripoll, ahora diputada en Cataluña, se enfrenta en el Parlament a Illa y a todos los demás con temas que, hasta hace nada, eran tabú. Hasta Esquerra, la izquierda independentista de Oriol Junqueras, quiere limitar la inmigración ilegal. La lucha de los republicanos contra los tozudos heladeros argentinos, empeñados en usar la lengua de los colonizadores españoles, ya no consigue votos ni en el barrio de Gràcia. No se los creen.
El discreto Illa ha salido de su mutismo -lleva un año pasando suavemente por encima de todo- para levantar el dedo de la advertencia contra quienes, alterando la sagrada anormalidad, se resisten a participar en la fiesta de la reconciliación sanchista o a saltarse la Constitución. A ellos, a nosotros, nos ha advertido: “Iré hasta el final para impedir que se ponga en riesgo la convivencia”.
Entre los señalados, además del pueblo llano y descreído, también están los jueces. No todos, pero casi. “Algunos jueces van más allá de lo que deberían ir y eso se debe corregir”, dijo el pragmático presidente catalán alineándose con las órdenes de Moncloa y la ola de reproches contra esa justicia que pone palos en las ruedas. ¿Se refiere también a Europa?
Entiendo que un hombre religioso como el actual presidente quiere la paz en su tierra, aunque a muchos de nosotros, catalanes anómalos, la palabra “normalización” nos pone en posición de alerta. Los viejos votantes de izquierda aún recordamos el júbilo o la indiferencia con la que asistimos antaño a la normalización lingüística de la escuela catalana.
Muy pocos socialistas o comunistas del cinturón rojo de Barcelona pensaron en los ochenta que aquel esfuerzo de todas/todos nos iba a llevar hasta aquí, hasta el incumplimiento constante en las escuelas de ese esmirriado 25% de castellano en el aula. Hoy, tantos años después, es una traición a la patria (catalana) pensar que los heladeros (de Buenos Aires o Valladolid) deberían poder hablar en castellano sin multas ni amenazas.
A los que vivimos el caso Banca Catalana en los ochenta y vimos cómo Jordi Pujol, accionista y exvicepresidente de la entidad financiera, se salía de rositas de un agujero con activos ficticios que se elevaban a más de 63.000 millones de pesetas, no nos sorprende lo que pasa hoy. También aquello fue anormal (que no fuera a la cárcel). El famoso caso de apropiación indebida y falsedad documental, entre otros cargos, fue sobreseído.
En el siglo siguiente, la familia Pujol, ahora ya calificada como “organización criminal”, está acusada por los siguientes motivos: asociación ilícita, blanqueo de capitales, falsedad documental... Se prevé que los Pujol se sienten este año en la Audiencia Nacional y que declaren 254 testigos. Ya ven cómo es de anormal la vida de los catalanes y/o de los españoles.