Ahora lo que toca es ir a golpe de evento geopolítico, climático o social. Cada semana tenemos un “must” narrativo que se difunde como si fuera espontáneo, pero que en realidad responde a campañas masivas, internacionales y muy bien diseñadas.

En La Isleta, barrio grancanario de fuerte identidad marinera, lo local se convirtió en etiqueta global, instrumentalizada en debates que nada tenían que ver con su historia. Lo mismo con “la flotilla”, presentada como un gesto de solidaridad, pero enmarcada en un escenario mediático calculado. Cada hashtag, cada directo, cada pancarta digital está calibrada para activar emociones: indignación, solidaridad, urgencia. Y funcionan, porque mueven agendas.

Esto no es nuevo. Desde OnbrandinG llevamos casi dos décadas analizando cómo movimientos que nacen legítimos, #MeToo, #BlackLivesMatter, boicots a zonas geográficas o productos, acaban convertidos en palancas de presión. Lo orgánico coexiste con lo orquestado, y en todos los casos el golpe emocional trasciende lo espontáneo para convertirse en estrategia.

La diferencia es clara: lo legítimo nace con contradicciones, voces diversas, sin estética perfecta. Lo instrumental es limpio, viral, urgente, con portavoces y cartelería perfectamente sincronizados. Ahí está el truco: reconocer cuándo una causa es un pulso ciudadano y cuándo somos peones en una operación de influencia.

Defender la narrativa no es un capricho. Es proteger la capacidad de pensar y decidir libremente en un entorno saturado de relatos diseñados. Porque cuando dejamos que la agenda emocional la dicten otros, la soberanía de nuestra percepción, y con ella la democracia— se tambalea.