Nuestra Constitución está cada vez más cerca de cumplir sus 50 años y, aunque algunas posibles reformas parecen influidas por modas, la arquitectura básica, nuestro estado de las autonomías, debería repensarse porque cada vez en más ocasiones se demuestra tan ineficiente como ineficaz. Ni somos un estado federal, ni uno centralizado, teniendo en ocasiones lo peor de cada modelo y, además, gastando como si tuviésemos dinero, que no lo tenemos.

Con la pandemia vivimos una borrachera de normativas diferentes en cada comunidad autónoma, algunas de ellas tremendamente incoherentes. Nuestros políticos pensaban que los virus se paraban en las lindes de las autonomías para infectar en unos lugares a unas horas y en otros a otras. En unas ciudades se podía ir a restaurantes, en otras no, en otras en horas alternas, sin otra lógica que la ocurrencia de los asesores locales, por no decir del capricho de los políticos.

Con la gestión de la DANA del año pasado, de nuevo se evidenció que la coordinación entre administraciones fue manifiestamente mejorable, lo mismo que ahora con los incendios forestales, menos en número que otros años pero más devastadores que nunca, en parte por lo sucios que están nuestros bosques tras una primavera muy lluviosa y en parte por, de nuevo, la falta de coordinación entre administraciones.

Parece que cuando tenemos un problema serio algo no acaba de funcionar. No es casualidad que cada vez más los afectados protesten ante los políticos cuando se van a hacer la foto. Solo la imagen del Jefe del Estado se crece en estas desgracias, aunque solo sea por comparación con la pobre imagen de los líderes políticos.

Al iniciar nuestro estado de las autonomías percibían su salario de algún tipo de entidad pública algo más de un millón de ciudadanos (sin contar con los profesionales de la sanidad, educación o seguridad). Ahora superan los tres millones y parece que la máquina de crear empleo público es lo que mejor funciona. Las transferencias de competencias han ido acompañadas de un notable engordamiento de la función pública, multiplicándose los cargos, cuando no solapándose.

Algo tan aparentemente sencillo y singular como es la figura del defensor del pueblo, se replica en nueve autonomías y en decenas de ayuntamientos. Y lo malo no es que tengamos diez, veinte o treinta defensores del pueblo o del ciudadano o como lo queramos llamar, es que todos ellos van acompañados de asesores y oficinas de soporte. Son cerca de 200 las personas las que trabajan en la oficina del defensor del Pueblo, y casi 100 las del Síndic de Greuges.

Pero más allá de cargos unipersonales con oficinas de soporte es que tenemos muchos niveles en nuestra administración: ayuntamiento, área metropolitana, consejo comarcal, diputación, autonomía, administración central,… todo eso sin contar los organismos autónomos, entes u otros cuerpos que generan una oferta de empleo público sin precedentes. Y a pesar del incremento incesante de empleados públicos, la sensación es que la funcionalidad no siempre es la mejor.

Es verdad que cuando en las distintas administraciones gobiernan partidos diferentes, como ahora, las disfunciones son mayores, pero sin duda parece necesaria una reorganización profunda para que los administrados perciban una mejor calidad en el servicio.

El estado de las autonomías nació para encajar en la Constitución las aspiraciones diferenciales de un reducido número de territorios, fundamentalmente los que tienen lengua propia. Pero el sentimiento tan español de la envidia hizo que esos hechos diferenciales, tres a lo sumo, se convirtieran en 17 realidades diferentes, aplicando el conocido término de café para todos, acuñado por el entonces Ministro de Regiones, Manuel Clavero Arévalo. La realidad es que esta solución era la menos mala en la segunda parte de la década de los 70, pero luego se ha quedado pequeña para unos y grande para otros.

La igualdad formal ha generado desigualdades reales, ineficiencias y un sentimiento cantonalista que recuerda a la caída del califato de Córdoba que dio lugar a decenas de Taifas que, a la postre, facilitaron el avance de los reinos cristianos durante la Reconquista, ya que, al carecer de unidad, no podían coordinar una defensa efectiva. No hay nada nuevo bajo el sol, porque no es que la historia se repita, es que la estupidez humana es consustancial con nuestra existencia.

Es altamente improbable que nuestros políticos, enfrascados en un insufrible “y tú más”, busquen un modelo mejor que el actual. Mucho me temo que, en la siguiente desgracia, sea la que sea, las autonomías culparán al gobierno central y éste a las autonomías, dejando de lado al pagafantas mayor, el ciudadano. Pero desgracia a desgracia se evidencia que esto no acaba de funcionar bien.