El sorprendente enfrentamiento entre Vox y la Conferencia Episcopal Española (CEE) por la inmigración ha escalado hasta convertirse en otro símbolo de la polarización que atraviesa nuestro país. Santiago Abascal ha acusado a los obispos de estar “neutralizados” por subvenciones gubernamentales y condicionados por el escándalo de los abusos sexuales. La CEE, por su parte, ha condenado medidas como la prohibición en Jumilla (Murcia) de que los musulmanes usen polideportivos para rezar, una decisión impulsada por Vox.
Este choque no es solo una disputa sobre políticas migratorias, sino una batalla por definir la identidad española y el papel del catolicismo en un país donde la fe y la política se entremezclan con intereses contradictorios. ¿Es Vox un defensor de la tradición cristiana, como reclama, o un oportunista que explota la tradición católica para su agenda xenófoba? Y la Iglesia, ¿habla desde la coherencia moral o desde una posición debilitada por sus propios errores?
Vox ha encontrado en la inmigración un filón electoral. Según el barómetro del CIS de agosto de 2025, el 75% de sus votantes se identifican como católicos (39% practicantes, 61% no practicantes), y el partido ha ganado 300.000 votantes católicos en dos meses, según El Mundo. Su apoyo entre católicos practicantes ha crecido del 18,7% al 24,1%, sumando 268.000 nuevos votantes. La estrategia de Abascal es clara: vincular la inmigración, especialmente la musulmana, con la inseguridad y la erosión de la identidad cristiana.
La CEE, en cambio, ha mantenido una postura alineada con el anterior Papa Francisco, quien defendía la acogida de migrantes como un deber cristiano. Sin embargo, su condena a medidas como la de Jumilla ha sido tibia, limitada a comunicados que evitan confrontaciones directas. Abascal ha aprovechado esta cautela para insinuar que la Iglesia está cooptada por el Gobierno de Pedro Sánchez a través de fondos para programas migratorios, una acusación que, aunque no probada, resuena entre los votantes de Vox, el 75% de los cuales, según encuestas, cree que hay “demasiados” inmigrantes en España.
La Iglesia, debilitada por los escándalos de abusos sexuales y su dependencia de financiación pública, parece atrapada: si endurece su crítica a Vox, arriesga alienar a una base católica cada vez más seducida por el discurso nacionalista; si guarda silencio, pierde autoridad moral. Este enfrentamiento tiene raíces más profundas. Para Vox, el catolicismo es un estandarte de la “España eterna”, un baluarte contra el multiculturalismo y el “islamismo” que, según Abascal, “denigra a las mujeres y persigue a los homosexuales”.
Sin embargo, su defensa de la identidad cristiana es selectiva, al ignorar los llamamientos a la solidaridad y al mandato de “amarás al prójimo”. Vox no duda en explotar agravios como la “resignificación” del Valle de los Caídos, pactada entre el PSOE y el Vaticano, para acusar a la Iglesia de plegarse a la izquierda. La Iglesia, por su parte, navega en una contradicción.
Su defensa de los migrantes es coherente con la doctrina social católica, pero su credibilidad está erosionada por décadas de encubrimiento de abusos y una relación ambigua con el poder político. La CEE no ha respondido con firmeza a las acusaciones de Abascal de que el Gobierno “chantajea” a los obispos con el tema de la pederastia. Esta pasividad refuerza la percepción de una institución debilitada, incapaz de liderar el debate ético en un momento en que la derecha radical capitaliza la frustración social.
El auge de Vox entre los católicos no es un fenómeno aislado. En Italia, Giorgia Meloni, y en Hungría, Viktor Orbán, han usado un discurso similar, vinculando el cristianismo a la soberanía nacional. Pero en España, este choque tiene un matiz particular: Vox no solo desafía a la Iglesia, sino que pretende redefinir el catolicismo como una herramienta política al servicio de su agenda antiinmigración.
Este enfrentamiento no resolverá la cuestión migratoria, pero sí agrava la fractura social. Vox explota un miedo real —el 75% de sus votantes ve la integración como un problema grave— con soluciones simplistas que rayan en la xenofobia. La Iglesia, atrapada entre su mensaje universalista y su fragilidad institucional, no logra contrarrestar este discurso. Mientras tanto, España se polariza, y el debate sobre la inmigración se reduce a miedos y consignas. ¿Podrá la Iglesia recuperar su voz moral? ¿O seguirá Vox capitalizando el cristianismo para alimentar su ascenso?