Hay ocasiones en que presenciar la evolución de las negociaciones internacionales se convierte en una lección de humildad para el proyecto europeo. Creo que la reciente claudicación ante las demandas arancelarias de la administración Trump marca uno de esos momentos, un acuerdo contestado incluso desde dentro, carente de entusiasmo, y con profundas consecuencias económicas y simbólicas, tanto para la UE como para regiones especialmente abiertas y exportadoras como Cataluña.
El pacto alcanzado en Turnberry entre Donald Trump y Ursula von der Leyen pone fin, al menos temporalmente, a meses de amenazas y tensiones en la mayor relación comercial del planeta. Por mucho que se hayan dado la mano y Trump haya utilizado una forma sumisa. El acuerdo consagra un arancel fijo del 15% para la mayoría de productos europeos que entran en el mercado estadounidense —muy por encima del 1,2% promedio previo a la era Trump— a cambio de evitar una subida aún más drástica, del 30%, con la que la Casa Blanca había amenazado a Bruselas. No se trata solo de aranceles. La UE ha tenido que comprometerse, además, a compras masivas de energía, inversiones e incluso equipamiento militar made in USA, aunque he escuchado ahora decir que eso no es verdad.
La escena casi teatral —un encuentro privado en la mansión de golf de Trump— refleja en sí misma la pérdida de iniciativa europea que nos deja a los pies de USA en muchas cosas.
El ambiente en las principales capitales era de resignación. Alemania, la economía que más exporta a USA, asumía sin disimulo “daños significativos”; Francia hablaba de “sumisión”; y los países del sur de Europa, como España e Italia, reconocían abiertamente la asimetría del pacto, pero preferían el mal menor antes que la incertidumbre de una guerra comercial a gran escala.
Nuestro presidente no estaba contento. En pequeños corrillos y ruedas de prensa, la palabra “control de daños” era el consuelo más repetido. Un alto funcionario de la Comisión resumía el asunto así: “Sabemos que hemos perdido. Pero la alternativa era el abismo para muchas industrias”.
Analizando los factores clave desde el propio ecosistema comunitario, la derrota europea puede resumirse en cuatro puntos:
En primer lugar, una ausencia de herramientas de presión reales: Bruselas acudía sin cartas de peso ante un adversario experto en llevar sus amenazas hasta el extremo.
En segundo lugar, hay una dependencia exterior y un temor al choque, ya que Europa depende mucho más que EE.UU. del comercio exterior.
En tercer lugar, hay división interna. La unidad en este tema de los aranceles sólo fue aparente. Muchos gobiernos presionaban en privado para cerrar un acuerdo a cualquier precio y proteger su mercado nacional de un colapso.
Y en cuarto lugar, hay un contexto internacional menos favorable para Europa. Mientras la UE intentaba un frente común, Trump ya había atado acuerdos paralelos —en mejores condiciones para sus socios— con el Reino Unido, Japón y otros mercados relevantes.
Como gran observador que me tengo, nunca deja de sorprender el contraste entre la retórica pública y las conversaciones en los pasillos. Varios asesores a los que consulté durante esos días admitían sin ambages que el equilibrio de poder ya no les pertenecía. Incluso he oído que una eurodiputada catalana, visiblemente frustrada, mencionó que hace una década podíamos frenar este tipo de agresiones comerciales en bloque. Ahora, cada país intenta salvar lo suyo.
Sería erróneo pensar que el impacto del acuerdo es uniforme. Cataluña, como uno de los motores exportadores del sur del continente, siente de modo particular la sacudida. Más de 3.000 empresas catalanas exportan regularmente a EE.UU., sumando en 2024 ventas por unos 4.350 millones de euros.
Sectores esenciales como el químico, farmacéutico, alimentación (aceite de oliva, vino, cava) y la cosmética ven peligrar parte de su competitividad frente a rivales no sujetos a estos aranceles. Según la Cambra de Comerç y ACCIÓ, el impacto podría suponer hasta 1.000 millones de euros en pérdidas, afectando especialmente a pequeñas y medianas empresas que carecen de músculo para deslocalizar producción o buscar alternativas. Ahora, eso sí, Cataluña, siempre emprendedora, buscará vías de resiliencia que van desde implantación parcial en USA, para sortear aranceles, hasta la diversificación en mercados asiáticos o africanos. Pero todo ello conlleva costes, y no hay soluciones mágicas inmediatas.
Y así, mientras Bruselas digiere una derrota global y la UE reflexiona sobre su futuro en el tablero mundial, regiones como Cataluña tendrán que reinventar su modelo exportador una vez más. El golpe es duro, sí, pero todavía no ha escrito el destino de una economía que históricamente ha sabido adaptarse y sostenerse incluso en contextos hostiles.