En El desvío a Santiago (Siruela), el soberbio libro de viajes que el escritor holandés Cees Nooteboom escribió sobre la geografía y la cultura española con el pretexto de realizar una peregrinación (protestante) a Compostela, al describir su fascinación por nuestro país, escribe: “España es brutal, anárquica, egocéntrica, cruel; está dispuesta a ponerse la soga al cuello por disparates, es caótica, sueña, es irracional. Conquistó el mundo y no supo qué hacer con él”.

No encontramos descripción más exacta de lo que, en términos generales, porque cada individuo es diferente, somos. Nooteboom arribó por vez primera a la Península Ibérica con sólo veinte años. En 1953. Venía de Italia, seducido por la potencia vitalista y carnal del Mediterráneo. Al llegar, además de conocer el sol bíblico, sufrió una decepción: “La lengua parecía dura; el paisaje, árido; la vida, tosca. España no fluía, no era agradable, de alguna obstinada manera era vieja e intocable”.

Tras ese viaje cambió de opinión. Desde entonces no ha dejado de volver: “España es un amor para toda la vida, nunca termina de sorprenderte”. Evidentemente, existen quienes odian a España. Una buena parte de ellos son españoles que aseguran no sentirse tales, como si el lugar de nacimiento fuera una elección que puede hacer cada sujeto a su gusto.

Hablamos de los nuevos criollos, equivalentes a los burgueses de América –“españoles de ambos hemisferios”, proclamaba la Constitución de Cádiz (1812)– que en dicha centuria, igual que ahora, aprovecharon la debilidad de la Corona, producida por la invasión napoleónica y un rey tan felón como Fernando VII, en el que algunos ven un lejano antecedente de Pedro Sánchez, para incendiar los virreinatos (el imperio español nunca tuvo colonias) y dividir la España de Ultramar en diecinueve repúblicas, tantas como intereses económicos controlaban sus cofradías patrióticas.

Han pasado dos siglos y, paradójicamente, todavía no hemos salido del círculo vicioso por el cual parte de los propios españoles son quienes más odian su historia y su cultura. Una anomalía asombrosa: la emancipación de las colonias británicas en el Nuevo Mundo terminó dando forma a un único país (Estados Unidos), y lo mismo sucedió en el caso de los extensos territorios controlados por los portugueses (el actual Brasil).

La España americana, que durante cuatro siglos fue una misma unidad cultural, idiomática y política, se desvertebró –por usar el mismo término que Ortega– en un sinfín de repúblicas, algunas de ellas diminutas, como El Salvador o Uruguay, que, al atomizarse, sustituyeron su dependencia con respecto a Madrid por la obediencia a Washington. Hasta ahora.

La España plurinacional, ese oxímoron que nadie sabe muy bien qué es, salvo una forma estúpida de negar la historia, y que por supuesto nadie ha votado, se asemeja mucho a aquella España (perdida) del otro lado del océano. Allí, como aquí, todos hablaban el mismo idioma. Los socialistas españoles, sin embargo, han decidido sacrificar la lengua de Cervantes ante la supremacía impuesta de lenguas que son respetables, pero minoritarias, convirtiendo en una obstinación política la cuestión del catalán, que ni siquiera es el idioma más hablado en la propia Cataluña.

La historia de la división hispánica de América arroja, a partir de las analogías, enseñanzas valiosas para comprender la España actual, sometida al chantaje del independentismo y sacrificada por el PSOE en el altar de sus intereses partidarios. La primera es una paradoja colosal: fueron los intereses librecambistas de las élites criollas, opuestas al monopolio comercial regio, una de las causas de la atomización de Hispanoamérica.

Aquí sucede lo contrario: tanto el nacionalismo vasco como el catalanismo, que no es sino un disfraz insolidario, son monopolistas. Ambos buscan una soberanía basada en privilegios económicos. El País Vasco y Navarra disfrutan desde hace décadas de conciertos que fueron parte de las transacciones políticas de la Transición para lograr el apoyo tácito de los separatistas –mediante su abstención– a la Constitución.

Ahora lo ambiciona Cataluña, la gran beneficiada del crepúsculo de la España imperial –con epicentros en Cuba y Filipinas; los vascos dominaban Caracas– y disfrutó durante medio siglo del proteccionismo del arancel. Este trato de favor se extinguió en 1959, cuando el Plan de Estabilidad liberalizó la economía española ante el riesgo inminente de una bancarrota. El arancel, sin embargo, no murió. Simplemente mutó.

El catalanismo, al que sólo ven con ojos inocentes los ingenuos, lo sustituyó en horas veinticuatro, como decían los clásicos del Siglo de Oro, por un arancel político, la nueva acción de oro de la política española, que todavía rige, y que con Sánchez y Sumar ha alcanzado la cumbre del entreguismo, hasta el punto de sacrificar todos los principios de la izquierda ilustrada para abrir –“vayamos, todos, y yo el primero”– la senda de la asimetría territorial, que también es social. En esas estamos.

Segunda lección: las minorías criollas, a las que nunca interesó diluir sus intereses en una América hispana independiente –su patriotismo se extinguía allí donde terminaban sus mercados parroquiales– no tardaron en homogeneizar a la población liberada, que no estaba explotada por los españoles realistas, sino por los patriarcas y terratenientes iberoamericanos.

Eso mismo vivimos con el procés: catalanes hurtando sus derechos constitucionales a otros catalanes, antes de exigirles la cartera –siendo, para colmo, los que más impuestos autonómicos pagan–, con la milonga de la financiación singular. Sirva como aviso para navegantes, incluidos los militantes del PSC, entusiastas conversos de este novísimo criollismo peninsular. Mientras tanto, Salvador Illa, el hombre con cara de yo no he sido, explora China. No sabemos si para aprender cómo debe construir una Pequeña Muralla Fiscal (a la catalana) o buscando al Gran Khan.