Lo mejor de todo el espectáculo protagonizado, producido, promocionado y dirigido por Juana Rivas la semana pasada, es que ha proporcionado un método infalible para que los jueces dicten sentencia sin temor a equivocarse. Gran número de ciudadanos anónimos, y también algunas ministras, han llegado a la conclusión de que, ante cualquier juicio, lo que importa es la reacción de un niño, es ahí donde se oculta la verdad de la vida.

Como, al parecer, el hijo de Juana Rivas lloraba, eso solo puede significar que la razón la tiene la madre, y no hay más que discutir. Sí, encima, el hermano mayor del niño tiene su personal opinión formada, no hay nada más que añadir: el juez debe acatar lo que diga el chaval. Esa es, por lo menos, mi conclusión tras leer las opiniones de no sé qué desconocida ministra de Infancia y Juventud que al parecer atiende al nombre de Sira Rego, y las de un montón de fanáticos que se mostraban de acuerdo con ese nuevo sistema judicial.

Hay que reconocer que el novedoso método nos permitirá ahorrar dinero en jueces, porque ya no harán ninguna falta, bastará con preguntarle a algún niño qué opina del tema, y asunto concluido. El asunto que sea, porque si admitimos que los niños tienen esa capacidad sobrehumana de discernir lo que es justo y lo que no, no vamos a malgastarlos solo en casos de custodia de hijos, nos servirán también para decidir si un acusado de asesinato, de robo a mano armada o de defraudar al fisco, es inocente o culpable, y hasta qué pena se le debe imponer en ese último caso.

Por ejemplo, se le pregunta a un chaval de ocho años “niño, ¿qué opinas de Santos Cerdán?”, y se espera a su reacción: ¿Que llora?, a la cárcel con Cerdán. ¿Que se ríe?, a seguir cobrando comisiones. Los niños son infalibles, que se lo pregunten a la ministra.

El problema, creo yo, es que a menudo los niños lloran por cualquier minucia. Un día, mi hija se puso a berrear porque yo me negaba a comprarle el gato de peluche que le ofrecía un vendedor callejero, un muñeco asqueroso -el gato, no el vendedor- que al cabo de dos días estaría criando polvo en algún rincón de casa. La niña lloraba con mucho más énfasis y naturalidad que el hijo de Juana Rivas, que me parece un aprendiz a su lado. Aquellos gritos y chillidos solo podían significar -según los baremos actuales- que la niña no merecía estar conmigo, de un pelo me fue que no se convocaran manifestaciones en toda España, al grito de “el gato de peluche está en mi casa”.

Por fortuna, no se le ocurrió aquel día a mi hija escribirle una carta a la ministra, para que esta la leyera públicamente, con lágrimas en los ojos, haciendo un llamamiento a jueces, tribunales y jurados para que me obligaran a comprarle el dichoso gato. Tuve suerte de que, en aquel entonces, los lloros de un niño todavía no tenían la consideración de testigo de cargo.

Uno no ha conocido jamás a un niño que no llore. Hasta ahora, yo atribuía esos lloros a la inmadurez lógica de la infancia, un niño cree que siempre tiene la razón y, ante la menor contrariedad, piensa que el universo se ha confabulado en su contra, así que llora. Eso pensaba yo. Ahora sé que no es así, ahora he comprendido que, cuando un niño llora, está señalando al culpable de un delito, sin que haya necesitado ni prueba, ni indicios, ni testigos, ni interrogatorios, ni ninguno de esos engorros que les hacen falta a los mayores para reconocer a un maleante.

Llegan al mundo ya llorando, señal de que saben que cerca hay alguien que no es de fiar. Lo que ocurre es que esa infalibilidad del lloro infantil solo la conocen mentes elevadas como la ministra Sira Rego y los seguidores de Juana Rivas, imagino que porque su cerebro está igual de desarrollado que el de un niño.