Nunca hubo un acuerdo sincero. Fue una mera y simple transacción. A esto, en el fondo, se reduce la Santísima Transición. La realidad es que ellos nunca han estado fuera. Por eso tampoco han tenido que regresar desde ningún enclave extraño. Todos estos años –cinco décadas, medio siglo: se dice pronto– han estado construyendo desde dentro, con el dinero de todos, la semilla de una discordia enquistada que ha encontrado en la figura de Pedro I, El Insomne, su mejor cauce de aceleración súbita.

El objetivo del nacionalismo vasco y catalán nunca fue encajar –verbo que aún sigue utilizándose– en España, sino avanzar en la dirección contraria. Hacia una secesión simbólica, pero con desenlace real, que, sin duda, el Tribunal Constitucional nos dirá (cuando llegue el momento) que es lícita según nuestra Carta Magna, que más que un compendio de derechos civiles y políticos parece una summa de capitulaciones.

Así fue como fraguó el falsísimo consenso. Era natural que, antes o después, por pura degeneración de una clase política mediocre que dejó de leer hace muchísimo tiempo, y que piensa que la Historia puede enmendarse con la Memoria Oficial, apareciera un tipo que, carente de cualquier conciencia moral y sentido de la prudencia, sin más amor que por sí mismo, rebasase (con ayuda de otros) los frágiles muros de contención que separan a una democracia formal de una autocracia asamblearia.

Hace ocho años que vivimos dentro de esta espiral: el traslado del cuento de terror que fue el procés desde Cataluña al resto de España, convertida en una estéril asamblea de la ONU, donde todo el mundo se acoge a su propia bandera para no tener que defender la común, que es el idioma compartido por todos.

Ni los independentistas de Euskadi ni de Cataluña, dos regiones que desde finales del siglo XIX concentran (junto a Madrid) la riqueza nacional, gracias al proteccionismo y al monopolio del arancel, y que ahora suponen una cuarta parte del Producto Interior Bruto, se avinieron entonces a un aggiornamento de sus orígenes reaccionarios.

Sencillamente, hicieron un trato temporal. Ellos aceptaban (por supuesto, no de buen grado: el entusiasmo es un atributo particular) la monarquía parlamentaria a cambio de gozar de una libertad absoluta para, desde esta posición privilegiada, ir configurando naciones ficticias que, en algún momento, saldrían de la placenta para orbitar su capricho. Entre otras herramientas, merced a una legislación electoral desfasada que les concede una representación parlamentaria imaginaria, y cuya única corrección pasa por implantar un sistema de circunscripción única que no prime los votos de unos determinados territorios sobre otros.

En el País Vasco –donde ETA aún asesinaba– el precio a pagar fue más alto: un concierto económico con beneficios en una única dirección, que hace que sean el resto de españoles quienes financien casi la mitad de las pensiones de los jubilados de Euskadi, incluidos aquellos que todos los días –por supuesto en español– maldicen a sus vecinos.

En Cataluña, siempre temerosa de que el sentimiento de frustración del que tanto escribieron Gaziel y Josep Pla, terminase costándole el dinero (propio), el saldo resultó de partida menos costoso en términos presupuestarios, aunque al final haya sido la grieta por donde se pretende –sin que medie votación popular; el PSOE aplica aquí la vieja máxima de socialismo es democracia contra las urnas– llevarnos de la estéril y pastelosa España constitucional a una confederación que nada tiene ni de helvética (en el sentido de civilizada) ni de ibérica (porque no incluye a Portugal).

La simple enunciación de un hipotético cupo catalán, que otorgue a un Gobierno regional todos los tributos públicos, supone una deconstrucción de los mínimos (fenicios) acordados en 1978, sin reemplazarlos por ningún marco jurídico alternativo. Sin derogar la Constitución, como ya sucedió en algunas de las etapas de la Restauración, se busca dejarla sin efecto, abriendo la mano a la voluntad (personal) de quien ocupe la Moncloa o de mayorías dispuestas a prescindir (como vimos todos en Cataluña) del respeto obligado a minorías que son, en términos sociales, mayoritarias.

La deriva se ha convertido en costumbre: ignorancia consciente de las resoluciones judiciales, rebelión (sin consecuencias) frente a las leyes, sedición y malversación, indultos, amnistía, independencia fiscal –lo que significa más dependencia y menos recursos para el resto de España– y, quizás, un referéndum de postre que, para contribuir otra vez a la pacificación y a la convivencia, permita a los sofistas del nacionalismo, votar su autodeterminación (siempre dentro de la flexible Constitución de Conde Pumpido y Cía) y forzar un cambio absoluto de régimen.

Si los viejos republicanos de la España peregrina pudieran resucitar quedarían asombrados de que ya no exista la posibilidad de una república española, sino una constelación de cantones seudosoberanos y premodernos –donde el señor feudal de turno dispone de los tributos de sus territorios– frente a regiones prisioneras del clientelismo gubernamental. Visto con distancia, el escenario es terrible: España está regresando a toda velocidad a lo peor de su pretérito –sectarismo, ignorancia, desigualdad, conflictividad– para acomodarse en una era donde los signori ni alimentan a sus vasallos con los auxilia ni los dejan libres.

El beso de la servidumbre nunca fue una muestra sincera de afecto. Era una manera de señalar un título de propiedad. Si nadie roba a Cataluña, que no está infrafinanciada, ¿por qué el PSOE está decidido a convertir el afano independentista en ley? Convendría aclararlo, aunque ya sepamos todos la obscena respuesta, antes de que las columnas del templo de Salomón se desplomen sobre nosotros y, como en Mazurca para dos muertos, la novela de Cela, la lluvia caiga mansamente y sin parar, sin ganas pero con infinita paciencia, sobre los vivos y sobre los muertos.