Imagen de la 'Traviata' que ha programado el Liceu

Imagen de la 'Traviata' que ha programado el Liceu LICEU

Músicas

'Traviata', la camelia ‘ne'lieti calici’

Publicada
Actualizada

No se agita ni una hoja. Sobre el verde pincelado de color, todo se mueve con la lentitud ágil que exigen las floristas de la Rambla inmersas en los ramos invernales, un arte remoto y eternamente joven. Se abre paso, una vez más, la vulnerable camelia, Violeta Valéry, con un fondo orquestal de sonidos, evocando al mito de Orfeo, aquel semi-dios que aplacaba a las fieras al son de su lira. Faltaba la voz, pero llega Traviata, Siempre líbera, el canto que seduce más allá de la muerte -como en el soneto de Quevedo a Lisi- y reblandece este inicio del duro 2025, con el lacrimatorio de cristal en la mano y el eco de bombas lejanas.

El intelecto convierte la relación amorosa en un esquema de sugerencia y juego. En esta Traviata, que entra en juego con el estreno del próximo día 17 de enero, reaparece la soprano Nadine Sierra en el papel central de la heroína trágica del pueblo, junto al tenor mexicano Javier Camarena (caro Alfredo) y el barítono verdiano Artur Rucinski, y todo bajo la dirección escénica de David McVicar.

La norteamericana Nadine Sierra es reina del Liceu, desde su estreno, hace tres años, de Lucía de Lammermoor, (Donizeti), cuando casi hizo olvidar a Joan Sutherland, en las arias de la locura. Sierra es la sal y la luz, con un toque quizá excesivo de glamour; no hace tanto, confesó “estar sedienta de Traviata y de Boheme”.

Belleza y proporción

El drama del escenario es ajeno a la normalidad cotidiana de la calle. El acceso lateral del Gran Teatre del Liceu está pegado al Hotel España, último soplo modernista, el establecimiento de regís, solistas, habitantes del Foso, técnicos de sonido y magos de la tramoya. Y tiene en frente el eterno Café de la Ópera, donde George Bataille olvidó su cuaderno de notas, a pocos pasos de la habitación del fondo, el repliegue diurno de André Pieyre de Mendiargues, el gran erotómano, un lucifer de ojos saltones que cruzaba la Rambla obviando la lírica para adentrarse en el pecado. Él descendió a las profundidades del sexo para atrapar monstruos y llevarlos a la superficie del arte donde serán dignificados.

Escena de 'La Traviata' en el Liceu

Escena de 'La Traviata' en el Liceu LICEU

Boecio liberó a la música de las artes sagradas para convertirla en “mundana” y abrió la puerta del canto al fin de la antigüedad romana. La ópera ama la belleza y la proporción; es deudora del pensador latino que admiró la simplicidad por encima de todo. La nota y la voz envuelven la escena con el celofán de una noche de reyes por más verista que pueda ser el relato.  

El Liceu da la espalda al cementerio de los libros olvidados de Ruíz Zafón y enarbola el Raval de Vázquez Montalbán; el mismo distrito fue el callejón oscuro en la memoria de aquel Onofre Bouvila de Eduardo Mendoza y es el escenario de la mala gaita del ilustre Atila, protagonista alcohólico de la trilogía de Gutiérrez Maluenda. Mientras hay función, la troupe operística duerme encastillada en los hoteles situados por encima de Canaletas, en los salones del Pulitzer, el Arnau, el Alma o el Claris; y se procura libaciones de medianoche, en el Barrio Gótico, la prosperidad tardo-medieval de la Ribera, donde los gremios de orfebres y pescadores levantaron la Catedral del Mar.

La violencia de la Salvación cristiana

El amor despliega sus alas sobre el escenario. Violetta no nos devolverá la serenidad; al contrario, puede desproveernos de lo que guardamos en la intimidad de la guardarropía, como el viejo batín de Diderot, desaparecido a causa de la “generosidad de madame Geoffrin, que le cambió la ropa y el mobiliario al filósofo, sin previo aviso” (Filosofía y consuelo de la música; Ramón Andrés; Acantilado). Hacernos más presentables no nos devolverá el gozo, como bien sabía la cortesana de Verdi, inspirada en aquella desafortunada Margarita Gautier de Dumas.

Imagen de 'La Traviata', en el Liceu

Imagen de 'La Traviata', en el Liceu LICEU

Verdi compuso para un escenario público desde un palco privado. Su conquista proclamó el derecho a la desdicha que les aguarda a los perdedores. Su público fue, y todavía es, el animal domesticado por Zaratustra, como se puede comprobar en el Libiamo, libiamo, ne'lieti calici...., el brindis coreado y casi pomposamente bailado por los asistentes cada vez que hace acto de presencia, con obligados bises, ante el aforo. Aceptemos, con los optimistas, que Verdi es una voz a la esperanza; pero el compositor solo nos propone el límite como la frontera entre la vida y la muerte –el aria Ámami Alfredo lo dice claro- que no podrá ser suturada ni unida, ni tampoco refundada en un Cielo levantado por la violencia de la Salvación cristiana.

El alma humana

Es sobradamente conocida la escena del Segundo Acto en la que Violetta se ve obligada a fingir delante de Alfredo, simulando que sus lágrimas son una muestra de felicidad y no del dolor por la partida. Es la escena que termina con las cuerdas de la orquesta en plena tensión y el desgarrador ¡¡Addio!! La esbeltez de Sierra es un misterioso frente al deseo de Alfredo, un andante.

Vibramos con Nadine Sierra y también con la soprano que la sustituye, Ruth Iniesta, en algunas funciones programadas por el Liceu en esta ocasión. Después de la función, vuelven las flores de la Rambla. El barrio se retira poco a poco, se “va cantando bulerías de arrebato” (Poveda) y, la música de Verdi, todavía pegada en los oídos, insinúa lo que implícitamente nos dice el texto; como por ensalmo, llegan el rencor de Rigoletto (otro Verdi) y el amor del mito fáustico, proyectando su recuerdo sobre el paseante, que hace un momento ha sido público de aforo lírico. La música, impulsora del ardor, traslada a los rincones más íntimos; transmite lo inefable.

Escena de 'La Traviata', en el Liceu

Escena de 'La Traviata', en el Liceu LICEU

Bajo las farolas de madrugada, las antiguas calles Gutenberg y Cervelló (la actual Drassanes), donde se enclava la Escuela Oficial de Idiomas, transportan todavía el color del barrio viejo; en Santa Madrona ha sobrevivido, hasta hace bien poco, una bodega cuyo rótulo decía lacónicamente Casa de Dormir. En dirección al Paralelo, los veteranos honoran el antiguo teatrillo de los payasos Onofri -la alternativa hispana a los Colombaioni de Federico Fellini- y los destellos populistas de Lerroux, el “emperador”, un sobrenombre digno del fango actual.

La ópera provoca insomnio. Construye la idea de que la condición humana es un límite, pero no como horizonte, sino como realidad inmediata, “concernida en al pensamiento crítico” (Ortega). En la fusión incomparable entre la música y el canto, confluyen la espiritualidad y la pasión, “una dupla expresada a través del símbolo” (Rafael Argullol). Violetta es el pasado; pero su canto es una promesa, no se limita al orden matemático de los astros; ella tiende un puente entre el alma humana y los sonidos; es un personaje de tradición pitagórica, real, habita en los aspectos velados y tangibles del alma humana.