Nina Simone, una pianista prodigiosa a la que su condición de mujer negra impidió triunfar en el estrecho mundo de la música académica, y que tuvo que alcanzar la tormentosa cima del éxito por sus propios medios desde la sucia periferia de los clubes y los espectáculos populares, mal pagados y sin glamour, donde los músicos tenían que pelear por hacerse oír, siempre renegó de la etiqueta de jazz para definir su música: “Jazz es un término que usan los blancos para definir la música negra. Yo hago música clásica negra”.
Comprometida con la lucha en favor de los derechos civiles, Simone, reivindicaba de esta forma la fecunda tradición cultural afroamericana, situándola en igualdad con la música de origen europeo. Su caso no es único: en España los músicos de flamenco no gozaron del reconocimiento artístico que merecían hasta que Paco de Lucía desafió el destino de sus antecesores –Niño Ricardo, Sabicas– entrando un día por la puerta del Teatro Real de Madrid. Todas músicas heterodoxas, surgidas de la promiscuidad cultural, jamás han gozado del prestigio social que merecen como expresiones artísticas mestizas, hechas a partir de los desechos, creadas por músicos sine nobilitate, surgidas (por azar) en los sótanos mismos de la historia y la vida.
Sucedió con el flamenco. Ocurrió con el blues –la primitiva fusión entre los cantos religiosos negros y la música de los jornaleros de las plantaciones del Mississippi– y ha sido, en líneas generales, la historia del jazz que, desde la marginalidad más extrema, ha terminado convirtiéndose en la hermosa banda sonora de la modernidad.
La crónica de sus orígenes, no siempre fiable, nos habla de un pretérito difuso y mítico, situado entre finales del siglo XIX y principios del siglo XX. Un espacio de tiempo indeterminado donde la leyenda y la realidad se confunden. Y, sin embargo, la influencia de esta música –hecha por negros, pero adorada desde el comienzo por los blancos– es tan extraordinaria que puede, igual que hacía Nina Simone, compararse perfectamente con el nacimiento de la música culta.
A desentrañar su génesis y evolución dedicó el músico y compositor norteamericano Gunther Schuller un tratado soberbio en dos tomos, el primero de los cuales acaba de traducir al español –al cuidado de Francisco López Martín y Vicent Minguet– la editorial Acantilado, en cuyo catálogo se presta una especial dedicación, como demuestran los excelentes libros del musicólogo y poeta Ramón Andrés, a la reflexión cultural sobre el hecho musical.
Los orígenes del jazz, primera entrega de la magna obra de Schuller, aborda la prehistoria de esta música sincrética y misteriosa creada gracias a la aculturación de los esclavos negros en la Norteamérica primitiva, igual que un río hondo y espeso cuya corriente se nutre de múltiples afluentes, desde sus primeras manifestaciones (supuestas) hasta la década de los años 30.
Editado por primera vez por la Oxford University Press en 1969, el ensayo de Schuller, cuya primera traducción al español hizo el sello argentino de Víctor Lerú sólo cuatro años después, es un libro inusual dentro de la bibliografía sobre el jazz. El musicólogo norteamericano, que ampliaría su estudio veinte años más tarde con La era del Swing (1930-1945), todavía sin traducir, dribla el caudal de leyendas y suposiciones sobre la música clásica negra y trata de explicar, con rigor y profundidad, su cambiante identidad.
Ésta es su mayor singularidad: no situar el contexto social e histórico –la música de una minoría pobre y sometida– como único eje de su análisis. Su historia del jazz parte de la certeza de que, hasta la década de los años sesenta, el género, antes de convertirse en tal, no contaba con unos anales serios.
A poner remedio a este vacío se dedica Schuller, que aborda su crónica sobre la génesis del jazz con la misma dignidad que hasta entonces se dedicaba a la música clásica culta. De ahí que el capítulo de apertura de su ensayo se consagre a explicar –incluyendo partituras y abundantes muestras musicales, que se complementan con un útil glosario– cuáles son los elementos que distinguen a esta música de origen marginal de otras como el blues, el ragtime, el minstrel y las antiguas marchas militares.
La elección de este enfoque implica riesgos –el primer capítulo del ensayo será apreciado mucho más por los músicos profesionales que por los lectores que sean legos en la materia– pero, a cambio, sirve para sustentar mucho mejor el análisis posterior, perfectamente comprensible para cualquier clase de público.
Schuller hace otra cosa importante: parte del conocimiento total de los registros sonoros disponibles –su libro puede leerse como una guía de escucha– y los sitúa en contexto con la música de su propio tiempo, prescindiendo de la retórica heroica, tan habitual en otras muchas historias del jazz. Es el prosaísmo de su mirada –huérfana de la grandilocuencia de otros expertos; con frecuencia un recurso para disimular lagunas– lo que dota al libro de su trascendencia.
Schuller es el Harold Bloom del jazz: lo que le interesa es describir por qué esta música negra es tan diferente de otras, cómo se produce la fusión entre la herencia cultural africana y el sustrato europeo importado a América, y en qué se basa su vitalidad.
Su tesis es que el jazz, que nace al mismo tiempo que el cine, el otro gran arte de la modernidad temprana, se alimenta de una sucesión de fuentes musicales, a partir de las cuales creará una identidad autónoma. En su Olimpo habitan una serie de nombres claves –el libro trata figuras como King Oliver, W.C. Handy, Louis Amstrong, George Morrison o Duke Ellington– pero no entroniza a ningún un padre fundador, como corresponde a una religión (musical) sin un Pantocrátor.
En su viaje a los orígenes, el músico estadounidense persigue a un fantasma cuyo recuerdo aparece indistintamente en los gastados barcos que trasladaban a los esclavos negros desde el golfo de Guinea hasta el Sur de Estados Unidos, en la histórica plaza del Congo de Nueva Orleans, donde los antropólogos sitúan el espacio sagrado donde tuvieron lugar las primeras danzas de la población afroamericana, o en las partituras y armonías procedentes de Europa.
El libro señala hasta un total de media docena fuentes musicales distintas –la raíz africana sería la más importante, pero no la única– que desembocarían en la amplia corriente del río del jazz. Una música negra que no es exclusivamente negra y que surge como resultado de un proceso de polinización cultural mucho más amplio y fecundo, donde unos patrones musicales tienden a confundirse con otros, o a esconderse bajo diversos disfraces, y cuya transformación no ha cesado hasta el presente.
Este proceso de condensación musical es generoso en contradicciones: frente a quienes identifican el jazz como una música caracterizada sólo por la improvisación musical, Schuller explica que las primeras bandas, que podían interpretar otros géneros, tocaban partituras muy simples, de donde se desprende que la mutación del jazz no opera como un capricho, sino como una rebeldía genética ante una preceptiva, y que se manifiesta mediante formas rítmicas muy intensas (el swing), donde no existen los tiempos débiles de la música clásica porque todos los tempos son fuertes, y la complejidad es la ley suprema, aunque en su devenir se distingan también formatos como las canciones de llamada y respuesta, donde una línea melódica dialoga con un coro.
Más que la conservación mimética de la tradición africana en América, que es la visión de los que entienden el jazz desde una absurda perspectiva purista, Schuller sostiene cómo los afroamericanos, sin perder el legado de sus ancestros, se adaptan a la tradición musical europea, plenamente asimilada por los primeros norteamericanos. El resultado son músicas como el blues –en sus tres variantes de seis, doce u dieciséis compases– o el ragtime. En la primera, donde más se percibe el ascendente africano, la improvisación juega un papel capital, mientras que en la segunda las modulaciones abren una estructura musical más cerrada.
Otra diferencia es el papel que el intérprete juega en el acto musical: la tradición clásica concibe al instrumentista como un virtuoso que debe ser fiel a la partitura de una composición; en el jazz cada músico es coautor de la pieza que toca –la improvisación opera como una forma de creación alternativa a la reproducción clásica–, igual que un católico se distingue de un protestante en que el segundo lee e interpreta directamente las Escrituras mientras que el primero recibe –y debiera asumir– la lectura del sacerdote.
Schuller supo dotar de erudición (musical) y misterio esta historia del jazz, cuyos comienzos son vulgares, incluso, modestos, pero que, lo mismo que la inundación provocada por una tempestad, rebasa sus orillas, muta y se corrompe sin cesar. Así es como surge su primer gran intérprete –Satchmo Amstrong–, solistas como Bix Beiderbecke o Bessie Smith, hace acto de presencia su gran compositor –Ferdinand Joseph Morton–, el formato de las Big Bands supera a los iniciales combos de fiesta y la música clásica negra alcanza la suprema elegancia de Duke Ellington, hasta configurar el primer círculo de su propio Parnaso.